La teoría de la justicia de Rawls: una lectura democrática desde la participación política en América Latina

[Versión en castellano]



Rawls' Theory of Justice: A Democratic Reading from Political Participation in Latin America



Teoria da justiça de Rawls: uma leitura democrática da participação política na América Latina



Recibido el mayo 19 de 2019. Aceptado el febrero 12 de 2020.


Diego-Alfonso Landinez-Guio

https://orcid.org/0000-0002-9902-6539

Colombia


Para citar este artículo: Diego-Alfonso, Landinez-Guio. (2020). La teoría de la justicia de Rawls: una lectura democrática desde la participación política en América Latina. Ánfora, 27(49), 219-241. https://doi.org/10.30854/anf.v27.n49.2020.746

Universidad Autónoma de Manizales. ISSN 0121-6538. E-ISSN 2248-6941.



Resumen

Objetivo: este artículo es una Reflexión sobre la posibilidad de pensar la participación democrática en América Latina, a partir de la teoría de la justicia de Rawls. Metodología: en un primer momento, se analizaron algunos conceptos que el filósofo norteamericano plantea en Teoría de la justicia y Liberalismo político. Luego, se problematizaron los conceptos de democracia y participación con base en reflexiones de Subirats, De Sousa-Santos y Avritzer. En un tercer momento, se examinó la noción de accountability o rendición de cuentas que O’Donnell utiliza para pensar las democracias latinoamericanas. Resultados: se concretó un balance general de los conceptos básicos para argumentar que la idea de lo público y los mecanismos de desobediencia a las leyes injustas permiten pensar críticamente la democracia en Latinoamérica si incluye a los diversos actores sociales con sus luchas particulares y sirve de herramienta para el control político de las instituciones y gobiernos en países multiculturales. Conclusiones: el liberalismo político de Rawls puede ser considerado como un punto de partida teórico que permite hacer legítimas las demandas de participación, si se piensa a partir de un modelo que tome distancia del concepto de representación política, en un escenario público plural. Lo que no puede ser es un punto de llegada hegemónico, pues el ejercicio de una democracia participativa solo puede ser efectivo en la consideración de los actores sociales que se movilizan y de sus exigencias de inclusión política.


Palabras clave: Justicia; Rawls; Accountability; Democracia; Participación.



Abstract

Objective: this article is a reflection on the possibility of thinking about democratic participation in Latin America, based on Rawls' Theory of Justice. Methodology: at first, some concepts that the North American philosopher proposed in Theory of Justice and Political Liberalism were analyzed. Then, the concepts of democracy and participation were problematized based on reflections from Subirats, De Sousa-Santos and Avritzer. In a third moment, the notion of accountability that O'Donnell uses to think about Latin American democracies was examined. Results: a general evaluation of the basic concepts was made to argue that the idea of the public and the mechanisms of disobedience to unjust laws allow to think critically about democracy in Latin America to ask if it includes the various social actors with their particular struggles and serves as a tool for political control of institutions and governments in multicultural countries. Conclusions: Rawls' political liberalism can be considered as a theoretical starting point that makes it possible to legitimate the demands for participation, if one begins from a model that distances itself from the concept of political representation, in a plural public setting. This cannot be a hegemonic point of arrival, since the exercise of a participatory democracy can only be effective in considering the social actors that are mobilizing and their demands for political inclusion.

Keywords: Justice; Rawls; Accountability; Democracy; Participation.


Resumo

Objetivo: este artigo é uma reflexão sobre a possibilidade de se pensar a participação democrática na América Latina, com base na teoria da justiça de Rawls. Metodologia: Inicialmente, foram analisados alguns conceitos que o filósofo americano propôs em Teoria da Justiça e em Liberalismo Político. Em seguida, os conceitos de democracia e participação foram problematizados com base nas reflexões de Subirats, De Sousa-Santos e Avritzer. Num terceiro momento, foi examinada a noção de responsabilidade que O'Donnell usa para pensar nas democracias latino-americanas. Resultados: foi feito um balanço geral dos conceitos básicos para argumentar que a idéia do público e os mecanismos de desobediência às leis injustas permitem pensar criticamente sobre a democracia na América Latina, se incluir os vários atores sociais em suas lutas particulares e servem como ferramenta para o controle político de instituições e governos em países multiculturais. Conclusões: o liberalismo político de Rawls pode ser considerado um ponto de partida teórico que possibilita legitimar as demandas de participação, se pensarmos em um modelo que se distancia do conceito de representação política, em um cenário público plural. O que não pode ser é um ponto de chegada hegemônico, uma vez que o exercício de uma democracia participativa só pode ser eficaz ao considerar os atores sociais que estão se mobilizando e suas demandas por inclusão política.


Palavras-chave: Justiça; Rawls; Responsabilidade; Democracia; Participação.
















Introducción

Las reflexiones sobre la democracia en América Latina afrontan problemas teóricos y prácticos relacionados, entre otras cosas, con la consolidación de sistemas de gobierno que mitiguen las inequidades sociales sufridas por la región durante su historia republicana. De allí que la edificación de principios que promuevan la vida digna para la ciudadanía y la erradicación de la corrupción sea una preocupación de primer orden para la filosofía política y jurídica en el continente americano.

En este sentido, la obra de John Rawls es en un referente importante para el análisis de las democracias y sus mecanismos de participación, si se considera que su pensamiento examina los cimientos de un orden social justo y que es capaz de proveer las bases para evaluar, en la práctica, cualquier régimen de gobierno que atienda a los principios que lo sustentan y a la legitimidad de los dispositivos que pone en funcionamiento para mantener el control del Estado.

El esfuerzo de Rawls (1995, 1996, 2006) está centrado en el diseño de un modelo político regido por principios e instituciones que aseguren el bienestar de una sociedad bien ordenada. Sin embargo, su conceptualización genera algunas inquietudes, como el problema de determinar a qué tipo de sociedad es aplicable, si histórica y sociológicamente no supone más de lo que hace explícito y, en este caso particular, si es razonable como marco conceptual para América Latina.

Por otro lado, la valoración democrática de las instituciones políticas es más que un ejercicio académico, pues, como afirma O’Donnell (2007), este juicio “tiene consecuencias morales”, dada la existencia de un consenso generalizado “en cuanto a que la democracia (…) es la forma de gobierno normativamente preferible” (p. 23). Que dicho consenso sea producto de un compromiso mundial con la defensa de la justicia social es algo que puede ponerse en tela de juicio, como el que sea la pura expresión ideológica del capitalismo.

Desde una perspectiva alternativa, podría adoptarse esta “exaltación” democrática como un punto de partida para replantear la participación política y como arma discursiva para la defensa de una justicia social efectiva, a partir del control institucional del Estado. La teoría política no puede abstraerse de los contextos a los que se pretenden aplicar, pues adquiere todo su sentido en el diálogo que logre establecer con ellos. Así pues, es imposible soslayar algunos rasgos generales del conjunto de América Latina si se quiere examinar un modelo que le sea aplicable.

En este artículo, se valora la propuesta rawlsiana sobre la sociedad bien ordenada a la luz de algunos problemas de participación política en América Latina, planteados por De Sousa-Santos y Avritzer (2004) y O’Donnell (2007) con el fin de determinar su aplicabilidad y sus límites, desde la perspectiva de una conceptualización de la democracia.

La tesis del presente estudio es que, si bien la teoría rawlsiana de la justicia supone las condiciones sociales del Atlántico Norte, también permite concebir una serie de criterios para evaluar la participación democrática en los regímenes políticos de América Latina, sobre todo a partir del concepto de lo público y de la desobediencia civil, a los que, sin embargo, habría que añadir la noción de accountability o rendición de cuentas (que Rawls no contempla), y la consideración de formas no hegemónicas de participación, en la configuración de una democracia más inclusiva.


Metodología


En esta investigación se aplicó un enfoque crítico-político para permitir una Reflexión interpretativa crítica sobre el objeto de estudio. Para ello, en un primer momento, se analizaron algunos conceptos que el filósofo norteamericano John Rawls plantea en sus obras Teoría de la justicia y Liberalismo político. Luego, se problematizaron los conceptos de democracia y participación con base en reflexiones de Subirats (2001), De Sousa-Santos (1998) y De Sousa-Santos y Avritzer (2004). En un tercer momento, se examinó la noción de accountability o rendición de cuentas que O’Donnell (2007) utiliza para pensar las democracias latinoamericanas.


Resultados


Una sociedad bien ordenada

En Teoría de la Justicia, Rawls (1995) plantea una hipótesis en la cual se trazan los parámetros de la estructura básica de una sociedad bien ordenada. Este ejercicio teórico recibe el nombre de “posición original” y es la construcción ideal de un contrato realizado por individuos racionales y autónomos en igualdad de condiciones, con el fin de estipular principios que regulen la realización de proyectos comunes e individuales. Es una concepción política (no metafísica) de la justicia, que busca establecer los parámetros mínimos de un orden equitativo de cooperación social con el fin de brindar “un punto de vista públicamente reconocido desde el cual cada ciudadano podría examinar ante los demás si sus instituciones políticas y sociales son justas o no” (Rawls, 1996, p. 28). Su objetivo es enteramente práctico.

La posición original requiere circunstancias determinadas que permitan y garanticen la elección imparcial de principios: garantía de recursos básicos iguales para todos; igualdad de información; desinterés mutuo; racionalidad de las partes (que promuevan proyectos de vida comunes e individuales), así como otras restricciones formales. Estos aspectos parten de una idea de ciudadano (también enteramente política) dotado de racionalidad, sentido de justicia, autonomía e igualdad, que tiene validez en la medida en que los individuos piensen y actúen “como si” hubieran pactado en tales condiciones. En esta medida, la posición original no supone más de lo que analíticamente se infiere de ella, pues, como lo muestra el argumento de Rawls (1995), al no ser “razonable” que cada individuo pretenda para sí una mayor cantidad de “bienes sociales primarios” que una proporción equitativa en la repartición de los mismos, “y como no es racional que acepte menos, lo más sensato es reconocer como primer paso un principio de justicia que exija una distribución igualitaria” (pp. 147-148).

Una dimensión central en este planteamiento es la idea de lo público. La justicia como equidad define sus principios en un marco de imparcialidad que no se suscribe a ningún conjunto de valores particulares, ni a posturas filosóficas o morales (Rawls, 1996, p. 23). El acuerdo público consiste en un conjunto de procedimientos políticos que impidan la intervención de creencias e intereses surgidos de posiciones parciales dentro del orden social. Por esta razón, debe prevalecer el “velo de ignorancia” en la posición original, es decir, el punto de vista que se aparta de las ventajas y las desventajas reales que “surgen dentro del marco institucional de cualquier sociedad como producto de tendencia sociales, históricas y naturales acumulativas” (Rawls, 1996, p. 34). Esta condición de equidad asegura que el acuerdo sea ventajoso para todos y no solo para un determinado sector.

La propuesta entraña, sin embargo, una dificultad: si los principios de justicia suponen condiciones ideales de igualdad y libertad, ¿cómo pueden aplicarse en condiciones de desigualdad real? ¿Modifican su naturaleza cuando se destapa el velo de ignorancia? Se requiere, entonces, de un principio que dimensione la inequidad real como una variable que hay que tener en cuenta en la aplicación de la posición original. Para este problema de procedimiento, Rawls propone el “principio de diferencia”, que sirve de mediador entre la organización social concreta y la configuración del sistema de cooperación.

Dicho principio propone que las acciones que aumenten las expectativas de los individuos más favorecidos deben tender a aumentar, al mismo tiempo, las de los menos favorecidos. En esto radica su carácter positivo, ya que no es una limitación sino una maximización de las expectativas (Rawls, 1995, pp. 83-84). Así, de acuerdo con Rawls (1995), las políticas que tienden a reducir las capacidades de aquellos que están socialmente más aventajados “no constituye una ventaja para los menos afortunados, sino que, al aceptar el principio de diferencia, verán las mayores capacidades como un capital social que habrá de usarse para beneficio común” (p. 109). La función de este principio es llegar a un estado de mayor equidad en la distribución de bienes económicos y sociales sin violentar el principio de igualdad, en la búsqueda de una organización más justa.

El principio de diferencia apela a la necesidad de tomar en consideración las circunstancias de la sociedad en la que se aplica la estructura básica, y responde al problema de cómo fomentar la libertad y la igualdad de tal forma que las desigualdades reales contribuyan a dicho fin. Rawls no toma la situación original como condición fáctica, sino que parte de ella en calidad de modelo a partir del cual definir principios que orienten la institucionalidad de una sociedad democrática ya existente (González, 2004; Robledo, 2011). Se trata, entonces, de dotar a los ciudadanos de herramientas teóricas que les permitan ejercer un control político sobre el Estado. Pero si los principios de justicia son inferidos analíticamente de la posición original, en la aplicación práctica el método es inverso, por cuanto se parte de ellos para ir a la realidad sin el velo de ignorancia.

Desde su posición real en la sociedad, los individuos que participan en la posición original cuentan con una serie de etapas que definen la aplicación de los principios establecidos. Para Rawls, dichas etapas se adecúan al desarrollo del principio de diferencia. Tanto la elección de principios como la edificación de una constitución establecen principalmente derechos, es decir, bienes primarios acordes con las condiciones y necesidades generales de una sociedad. En la etapa legislativa se determinan los deberes, en un sistema jurídico-normativo que garantiza el cumplimiento de los derechos y la regulación del comportamiento de individuos racionales (Rawls, 1995, p. 222). El último momento de aplicación práctica del modelo es aquel en el que, con total conocimiento de las situaciones particulares, se exige el cumplimiento de la normatividad propuesta en la etapa anterior.

El “imperio de la ley” es la aplicación de la justicia formal, es el momento en el que los principios tienen su campo de acción real, en el contexto de un orden legislativo (Rawls, 1995, p. 223). Los principios de libertad e igualdad deben ser aplicados mediante el principio de diferencia y protegidos por la etapa legislativa, sin lo cual no tendrían verdadero valor de uso. A este respecto, Bidet (2000) asevera que la propuesta rawlsiana establece una diferencia radical entre el ejercicio político concreto y la definición de las instituciones, ya que, desde la configuración de la posición original, “las justas estructuras se determinan en términos de derecho y las justas prácticas en términos de deber” (pp. 97-98). Esto parece indicar que, desde la propuesta rawlsiana, la participación política de los individuos tiene como rasgo fundamental la obediencia al ordenamiento jurídico vigente, mientras que la defensa de los bienes primarios pasa a segundo plano de esta praxis, en tanto que el garante de los mismos es el sistema legal y no los sujetos (individuales y colectivos) que componen el orden social. En estos términos, la participación dentro del modelo político de Rawls se reduciría a la obligación de obedecer sus normas y a un hipotético derecho de agencia en su definición. El cambio de la estructura básica no sería contemplado como un derecho real de participación.


El derecho a no obedecer

En la aplicación de la estructura básica, se eligen instituciones que sean operativas en las sociedades concretas; se adopta, entonces, una democracia constitucional como sistema capaz de poner en funcionamiento la justicia formal en situaciones no ideales, en tanto que incluye procedimientos que permiten “tomar decisiones públicas que afectan a la sociedad en su globalidad, con arreglo a ciertos principios, valores y restricciones” (González, 2004, p. 83). Pero el establecimiento de condiciones de una práctica real no es suficiente si no se piensa en los parámetros que permitan la subordinación legítima del actuar de los individuos al orden social. Rawls (1995) propone la existencia de “deberes naturales” que se “aplican con independencia de nuestros actos voluntarios” y que “no guardan ninguna conexión necesaria con las instituciones o prácticas sociales” (p. 115). Tales deberes son inherentes a la naturaleza de las personas y no dependen de acción contractual alguna, aunque tienen que ser reconocidos como principios del acuerdo fundamental.

Los deberes naturales más importantes son, a juicio de Rawls, obedecer las instituciones y el respeto mutuo. A partir del segundo se garantiza que cada quien estime a los demás en su calidad de seres morales, pero, ¿cómo se justifica el principio de obediencia? En primer lugar, se parte de que los principios son aplicables a individuos e instituciones por igual, razón por la cual el más adecuado para su pleno cumplimiento es el acatamiento incondicional (Rawls, 1995, p. 226). En segundo lugar, para Rawls (1995) es inconveniente condicionar el deber de obedecer, dado que ello incita el desacato arbitrario y la sospecha mutua, fenómenos que pueden terminar suscitando la coacción y la represión (p. 309). El principio de imparcialidad promueve el cumplimiento de los deberes pactados en la situación original, porque propugna por el equilibrio entre beneficios y obligaciones voluntariamente aceptadas: en la misma medida que constriñe, vela por el cumplimiento de los derechos establecidos. Su obligatoriedad se funda en el carácter voluntario y autoimpuesto del contrato de cooperación como contraparte de los beneficios recibidos.

La obediencia estricta se cuestiona, sin embargo, cuando se contempla la posibilidad de una legislación injusta, pues, en tal caso, se compromete su condición de posibilidad, es decir, la presunción de justicia. ¿En qué circunstancias se debe obedecer una ley injusta? ¿Qué situaciones podrían hacer de la desobediencia un derecho? Rawls (1995) asegura que es erróneo pensar que la injusticia de una ley es suficiente para desobedecerla (p. 321). Es tolerable una ley injusta, o en condiciones “próximas a la justicia”, si padece de imperfecciones “comunes” de un sistema democrático, como la imposibilidad de un acuerdo total entre las partes, propio de la regla de mayorías. Para esto se propone un principio de “urbanidad” que promueve la admisión de tales inconvenientes para garantizar la mutua confianza y la aceptación del juego democrático, cuya existencia, por imperfecta que sea, es preferible a su ausencia (Rawls, 1995, pp. 324-325).

Dado que el problema de los límites de la obediencia se enmarca en el momento legislativo de la teoría de la justicia, la desobediencia civil, entendida como el mecanismo legítimo de resistencia a leyes injustas, “sólo se produce en un Estado democrático más o menos justo para aquellos ciudadanos que reconocen y aceptan la legitimidad de la constitución” (Rawls, 1995, p. 331). Rawls (1995) define este concepto como “un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno” (p. 332). Cuando las minorías recurren a la desobediencia, pueden hacer válida su inconformidad con respecto a una decisión mayoritaria que no satisface la aplicación de los principios. Por tanto, se apela al sentido público de la justicia que rige en la posición original, en el marco de las instituciones democráticas.

La desobediencia civil se justifica en la medida en que responde a un incumplimiento de los principios de libertad y de igualdad de oportunidades, que se ven lesionados para un sector de la sociedad en la edificación del marco legislativo; en este sentido, impugna el cumplimiento de los deberes establecidos en favor de los derechos estipulados y la ley misma, que los individuos aceptan para que se cumpla el principio de imparcialidad (Rawls, 1995, p. 334). Otro mecanismo de resistencia a la injusticia es el rechazo de conciencia, entendido como la posibilidad que tiene una persona de objetar una orden legislativa por razones religiosas o morales, pero no políticas. En este segundo caso, se apela al respeto por ciertas convicciones arraigadas, que entran en contradicción con el ordenamiento legal y genera un sentido de que determinada orden es injusta (Rawls, 1995, p. 337).

Rawls ve en estos dos mecanismos no un límite para el cumplimiento de los principios de justicia, sino un garante de la libertad, pues la desobediencia civil justificada es la posibilidad que tienen los individuos de equilibrar las cargas sociales injustas y de garantizar el derecho a la igualdad política de las minorías, en tanto ejercicio legítimo de participación, que, si bien es contrario a la ley, es “un medio moral correcto de mantener un régimen constitucional” (Rawls, 1995, p. 349). Por el lado de la objeción de conciencia, las minorías pueden reivindicar sus principios morales como un reducto de su singularidad frente a los inconvenientes de la ley de las mayorías. Aunque estos recursos deben ser aplicados en situaciones límite, también son prácticas legítimas que amplían la democracia en sociedades que enfrentan la injusticia y la exclusión, amparadas en un orden legal que se fundamenta en el silencio de los representados. Para Mejía y Jiménez (2006), por ejemplo, estos recursos hacen posible una praxis democrática más auténtica y participativa en los contextos de autoritarismo y crisis de legitimidad política, ambientados por la lógica del neoliberalismo.


Lo público en Liberalismo político

Como en Teoría de la justicia, Rawls propone en Liberalismo político la idea de un sistema público de cooperación en el que cada persona acepta, en condiciones de libertad e igualdad, beneficios y cargas sociales. A partir de esta directriz, articulada a las nociones de reciprocidad y bien social, se sientan las bases para la configuración de una democracia constitucional. Pero esta propuesta parte de una concepción de la persona moral que presenta tres aspectos fundamentales: 1. Toda persona tiene una concepción propia del bien; 2. Políticamente se conciben libres e iguales para ejercer derechos y deberes; y 3. Toda persona es responsable de las consecuencias de dicha idea (Rawls, 2006, p. 5).

Estos tres aspectos se sustentan en la existencia de una diversidad de “doctrinas razonables” que pueden ser protegidas por la libertad de conciencia, es decir, en la idea de una sociedad compuesta por elementos heterogéneos que, sin embargo, pueden articularse en un sistema de cooperación. En este sentido, Rawls (2006) propone “una concepción política de la justicia” a la que puedan suscribirse “quienes profesan muy diversas y opuestas, aunque razonables, doctrinas compresivas” (p. 58). Estas doctrinas son conjuntos de creencias morales, filosóficas o religiosas aceptadas por individuos que hacen uso razonable de su libertad. La teoría rawlsiana pretende, por tanto, proteger tal diversidad sin imponer una doctrina en particular: el “pluralismo razonable” es la base de una sociedad democrática que se presuma bien ordenada.

El pluralismo razonable se basa en la posibilidad de llegar a un acuerdo público sobre la doctrina política que permita la cohesión social, cuya “estabilidad es posible cuando las doctrinas que forman el consenso son afirmadas por los ciudadanos políticamente activos” (Rawls, 2006, p. 137). Para Rawls (2006), el acuerdo sobre los valores políticos debe caracterizarse por: 1. Ser acepado con conocimiento público; 2. No derivarse de ninguna doctrina comprensiva, por más razonable que sea o por verdadera que se considere; 3. Tener prioridad sobre cualquier punto de vista particular; 4. Proponer explícitamente un principio de tolerancia; y 5. Tener como objeto la estabilidad del sistema político dentro del cual se acepta la pluralidad de doctrinas razonables.

En una sociedad democrática, cada individuo es libre e igual a los demás, y, por tanto, es garante del respeto por la ley. A esta responsabilidad compartida, Rawls (2006) la llama “razón pública”, entendida como “la razón de ciudadanos en pie de igualdad que, como cuerpo colectivo, ejercen el poder político final y coercitivo unos sobre otros, al poner en vigor las leyes y al hacer enmiendas a su Constitución” (p. 205). De acuerdo con él, todo tipo de asociación no política tiene una forma particular de racionalidad que depende de los intereses parciales de cada asociación, es decir, posee lo que Rawls llama “razones sociales”, en oposición a las razones privadas y, por supuesto, a la razón pública. Esta última no depende de intereses particulares, sino que está determinada por los principios de justicia que hayan sido elegidos por los integrantes del cuerpo social, como elementos rectores del orden constituido.


Demandas de participación política

La propuesta rawlsiana plantea algunos problemas en torno a la participación, pues ¿cuál es el puesto del ciudadano en la práctica política y en la aplicación de su modelo? ¿Cuál es la incidencia real de los distintos grupos sociales en la definición de la posición original y su eventual reconfiguración? Para Rawls, prima la obediencia a la ley, en tanto garantía del orden constitucional y solo en casos de abierta injusticia son legítimas, aunque no legales, la objeción de conciencia y la desobediencia civil. Por otro lado, la idea de consenso que está a la base de la posición original parece reducir la heterogeneidad social y su conflicto inherente a un todo homogéneo en el que, como piensa Rancière (2005), siempre alguien queda excluido para que sobre él se ejerza la violencia legítima de la comunidad.

Pero estos problemas son extensivos no solo a la obra de Rawls, sino al concepto mismo de democracia. Al respecto, Subirats (2001) evalúa una serie de problemas inherentes a las democracias y sus mecanismos de participación y decisión. El primero de ellos es que existe una gran distancia entre representantes y representados, de modo que la reducción del sistema a los comicios electorales supone la sumisión de los segundos a las decisiones de los primeros. La falta de una eficiente rendición de cuentas, que vaya más allá de los “ritualismos” burocráticos, es también uno de los baches que encuentra la democracia para asumirse como un régimen de cooperación y no como una relación velada de mando y obediencia. Para Subirats (2001), la hegemonía de los partidos políticos, que reducen la participación popular a un índice marginal, así como la inmutabilidad de ideas políticas, impide la innovación social y un cambio efectivo de las relaciones de clientela política que emergen tras la parafernalia electoral.

De acuerdo con este balance negativo, parece que el clamor democrático se reduce a una sola demanda: mayor participación. No obstante, se ha esgrimido una serie de objeciones al incremento de la participación ciudadana, en términos de la disparidad entre costos y beneficios con respecto a las decisiones tomadas: “si quieres eficiencia, si quieres calidad decisional, no sigas una vía participativa. La tradición señala que consultar a la gente, implicarla en procesos decisionales colectivos, sólo acarrea quebraderos de cabeza, obstáculos y retrasos” (Subirats, 2001, p. 38). La participación, en este sentido, no sería eficaz para la toma de decisiones, pues la pluralidad de opiniones divergentes y la poca especialización o interés de la ciudadanía se convierten en obstáculos para la intervención social.

La posición de Subirats (2001) contrasta, sin embargo, con las objeciones; en respuesta, defiende que participación y eficacia no son antagónicas en la sociedad actual. Por el contrario, en el caso de preferir una "tecnocracia", se cierne el problema de la rendición de cuentas de los técnicos que toman las decisiones, pues, ¿quién legitimaría las decisiones si no es la sociedad misma? Se deben buscar mecanismos que liguen la participación a la eficacia, porque el escepticismo ante dicha posibilidad puede desembocar en el autoritarismo: “si no se amplía la base de consenso social de muchas decisiones, la erosión de las instituciones representativas irá en aumento y (…) podrán incrementarse los partidarios de fórmulas decisionales, a pesar de los sacrificios democráticos” (Subirats, 2001, p. 41). Se trata, pues, de propiciar que la participación impida la desintegración de la democracia en grupos aislados de presión.

De Sousa-Santos y Avritzer (2004) sitúan el proceso democrático de comienzos del siglo XXI en el marco de una problematización de las teorías hegemónicas de la democracia vigentes en la primera mitad del siglo anterior. Con la imposición de la democracia liberal en diferentes oleadas en el mundo occidental, surge el problema de su naturaleza, y esto en la forma de una crisis en los “países centrales”. Esta crisis se presenta como una “doble patología”: la “patología de la participación”, que se hace patente en la disminución de los mecanismos democráticos, reducidos casi exclusivamente a las elecciones; y la “patología de la representación”, en la que “los ciudadanos se consideran cada vez menos representados por aquellos a quienes eligieron” (De Sousa-Santos y Avritzer, 2004, p. 38). Así, emergen interrogantes sobre las condiciones estructurales de la democracia, su carácter homogéneo en contextos diferentes y la posibilidad de incluir variantes locales y regionales de participación.

En la segunda mitad del siglo XX, dominan dos concepciones de la democracia, la liberal y la marxista, que se enfrentan a los problemas de la burocracia y la representación. De Sousa-Santos y Avritzer (2004) afirman que para Kelsen la democracia era un conjunto de procedimientos anclados en un relativismo moral y no de valores precisos que permitieran dirimir conflictos sociales. En este mismo sentido, Schumpeter y Bobbio (citados por De Sousa-Santos y Avritzer, 2004) transforman “el elemento procedimentalista de la doctrina kelsiana [sic] de democracia en una forma de elitismo” (p. 40). El primero, pretende refutar la idea de la soberanía popular para radicalizar la concepción según la cual la mecánica electoral es lo esencial para la conformación de los gobiernos; para Bobbio (citado por De Sousa-Santos y Avritzer, 2004) en cambio, la democracia se reduce a la configuración de una igualdad formal. De Sousa-Santos y Avritzer valoran estas discusiones de la segunda posguerra como la consolidación de una idea procedimentalista y hegemónica de la democracia que cierra el paso a formas más amplias de participación.

El problema de la burocracia yace en la especialización que tienen las funciones gubernamentales en los Estados modernos, lo que, de acuerdo con Bobbio (citado por De Sousa-Santos y Avritzer, 2004) hace que el ciudadano renuncie a la administración estatal. La discusión en torno a la representación se debe enmarcar, en opinión de De Sousa-Santos y Avritzer (2004), en los términos de la autorización, la identidad y la rendición de cuentas, conceptos que han sido eludidos por las teorías hegemónicas desde Stuart Mill a Dahl (De Sousa-Santos y Avritzer, 2004) salvo en la presunción de consenso, a partir de la cual los gobernantes se arrogan la toma de decisiones bajo la idea de que en sus manos se condensa la voluntad general.

La propuesta de De Sousa-Santos y Avritzer parte de la consideración de manifestaciones no hegemónicas de participación política, emergidas también en la segunda posguerra, que no estén ancladas en las concepciones expuestas, sino que resalten la pluralidad de los fenómenos sociales, en la apuesta por “la creación de una nueva gramática social y cultural y el entendimiento de la innovación social articulada con la innovación institucional” (De Sousa-Santos y Avritzer, 2004, p. 44). En la segunda mitad del siglo XX, la democratización de algunos países del sur se dio por la vía de la inserción de nuevos actores que replantearon el discurso democrático y reconfiguraron las relaciones sociales.

Para los casos de Portugal, Mozambique, Brasil y Colombia de comienzos del siglo XXI, los autores insisten en cómo ciertos procesos de movilización y participación regional están enfocados en una ampliación de la democracia más allá de las concepciones hegemónicas, al incluir actores e intereses diversos: “Reivindicar derechos de vivienda (…), derechos a bienes públicos distribuidos localmente (…), derechos de participación y de reivindicación del reconocimiento de la diferencia (…), implica cuestionar una gramática social y estatal de exclusión y proponer, como alternativa, otra más inclusiva” (De Sousa-Santos y Avritzer, 2004, p. 49). Esto lleva a una ampliación fáctica y contrahegemónica de la democracia que necesita ser reconocida y que puede tener en una concepción “multicultural” de los derechos humanos un instrumento importante, si se parte de la capacidad de complementar concepciones diferentes de la dignidad humana (De Sousa-Santos, 1998), y, por tanto, visiones plurales de mundo.

Una de las mayores resistencias a la ampliación de la democracia viene de su tensión con el capitalismo, pues los “excesos” redistributivos y de inclusión no son permitidos por las élites monopólicas, lo que lleva muchas veces a la captación de los movimientos por parte de las empresas (como en el caso de Brasil), a respuestas abiertamente autoritarias (como en el caso de Colombia) o, incluso, a la acción violenta del Estado frente a sectores marginados de la población (como en el caso de México, según el trabajo de Julia Monárrez, 2017). El punto crítico para las democracias en América Latina es la agudización del neoliberalismo, que ha terminado por identificar la libertad política con el libre cambio y, en este sentido, ha subordinado las funciones del Estado a las demandas del mercado global.

La “política económica” ha quedado reservada para un grupo cerrado, cuyas decisiones terminan al margen de toda evaluación pública: “lo paradójico que resulta de esta especialización para la toma de decisiones económicas, es que estas son las que afectan de manera directa el desarrollo individual y colectivo de todos los sujetos sociales” (Mejía y Jiménez, 2006, p. 24). La democracia neoliberal en América Latina hereda el autoritarismo de los regímenes de los años setenta y ochenta y toma el mercado como referencia para la edificación de las políticas públicas y la administración de los recursos del Estado. La institucionalidad democrática se torna en un sistema formal y elitista que no solo restringe la participación popular y el debate público, sino que legitima las inequidades sociales, producto de las relaciones de dominación capitalista desde el siglo XIX y su lógica discursiva liberal (Landinez-Guio, 2013, pp. 86-88).

De Sousa-Santos y Avritzer (2004) proponen, entonces, tres “tesis” para fortalecer la democracia: primero, vigorizar la “demodiversidad” en una apuesta por el multiculturalismo; segundo, robustecer los lazos entre lo local y lo global desde puntos de vista contrahegemónicos; y tercero, fomentar la experimentación democrática que permita la inclusión de prácticas de participación local. Por medio de la articulación del diálogo entre los diversos sectores sociales es posible promover la participación política: “Las convergencias, que resultan casi siempre en formas de hibridación cultural, tienen que ser conseguidas en la práctica de la argumentación y en la argumentación de la práctica” (De Sousa-Santos y Avritzer, 2004, p. 60). Pese a que cada caso es diferente a los demás, los frutos que se cosechan potencian una democracia más inclusiva.


Mecanismos de rendición de cuentas (accountability)

La participación política está ligada a la rendición de cuentas, en la medida en que este concepto supone un mayor equilibrio entre gobernantes y gobernados dentro de un orden democrático; esto es, la posibilidad de hacer contrapeso a las relaciones de dominio que se tejen en los regímenes representativos. O’Donnell (2007) elabora una propuesta teórica de las democracias latinoamericanas para analizar sus especificidades después del autoritarismo de los años setenta y ochenta del siglo XX; según él, “un hecho palpable en casi todos los países de América Latina (…) es la gran debilidad, si no la ausencia, de los mecanismos institucionales de accountability horizontal” (O’Donnell, 2007, p. 16). La accountability o rendición de cuentas se refiere a los controles institucionales que se ejercen sobre las posiciones de poder en el gobierno. El primero de ellos es vertical y lo ejerce el electorado con su voto, pero no está aislado del sistema de la democracia política o “poliarquía”.

La poliarquía se explica por la confluencia de tres tendencias de diferente procedencia y aportes: del liberalismo toma la asignación de “derechos defensivos a individuos situados en la esfera privada”; del republicanismo, la adjudicación de “obligaciones a individuos que se desempeñan en la esfera pública”; y de la democracia, la afirmación del “derecho positivo a la participación en las decisiones del demos” (O’Donnell, 2007, p. 91). La confluencia de estos aportes configura los límites legales de las instituciones para controlar sus extralimitaciones en esferas sociales y políticas.

O’Donnell (2007) niega la existencia de un cuerpo acabado de conceptos a partir del cual sea posible examinar todo régimen democrático contemporáneo, abstrayendo los presupuestos históricos, por lo que su análisis toma como punto de partida la teoría “minimalista” de Schumpeter (citado por De Sousa-Santos y Avritzer, 2004), que reduce la democracia a la competencia electoral. No obstante, el autor argentino argumenta que esta definición, aunque realista, suponen de manera implícita aspectos concomitantes sin los cuales no son posibles de facto las democracias: elecciones limpias, libertades y garantías.

Las elecciones limpias se caracterizan porque son “competitivas, libres, igualitarias, decisivas e incluyentes, y en las que pueden votar los mismos que, en principio, tienen derecho a ser elegidos” (O’Donnell, 2007, p. 32). Las libertades se definen inductivamente, puesto que cada realidad es distinta, pero se establece la necesidad de que el régimen, entendido como la serie de canales y recursos que en cada caso permite el acceso a cargos gubernamentales, admita el ejercicio de las elecciones y de esas libertades de manera institucionalizada, esto es, que no dependan de la voluntad individual.

En relación con el Estado, toda democracia debe contar con la existencia de “un sistema legal que promulga y respalda la vigencia efectiva de los derechos y libertades”, así como el “‘cierre’ de ese sistema” (O’Donnell, 2007, p. 73), con el fin de que nadie pueda estar por encima de la ley. La idea rectora de las instituciones es la presunción de agencia, que asume la autonomía y responsabilidad de los individuos y permite la aplicación general de la ley a todos aquellos que sean considerados ciudadanos, puesto que solo ellos están en capacidad de participar políticamente.

Aunque estos elementos teóricos son necesarios en una concepción de la democracia realista y restringida, no necesariamente refleja la dinámica política de los países latinoamericanos, regímenes que, a la mirada de O’Donnell (2007), escapan a los controles legales, en los que la ciudadanía y la presuposición de agencia no son universales y en donde las elecciones ni siquiera son decisivas ni respetadas, sino que se comportan como democracias autoritarias, a las que se reserva el título de “delegativas”.

O’Donnell (2007) enfoca el problema de la accountability en la división de poderes, pero también en la existencia de instituciones complementarias, autónomas y especializadas, como fiscalías y contralorías, puesto que la coexistencia de unas y otras permite evitar, con algún grado de efectividad, las violaciones al orden jurídico. Los regímenes delegativos, como los abiertamente autoritarios, violan estos mecanismos de accountability horizontal en la medida en que el ejecutivo se arroga la autoridad sobre otros poderes e instituciones (transgresión) o perpetúa acciones políticas delictivas (corrupción). Este tipo de rendición de cuentas promueve la legitimidad constitucional y la legalidad, sobre la cual nadie puede detentar la no sujeción a la ley (legibus solutus).

Pero existe otro tipo de control: la accountability social, que se refiere a la demanda de derechos civiles y libertades que deben ser protegidos por las instituciones, tales como expresión, asociación, entre otros, sin los cuales no pueden existir condiciones para la democracia política. O’Donnell (2007) enfatiza en la complementariedad de las rendiciones de cuentas horizontales y verticales, pues de ello depende la viabilidad de una democracia que proteja no solo los mecanismos de participación electoral sino sus condiciones concomitantes. En una democracia en la que no se cumplen estas condiciones, los elegibles terminan constituyendo una clase privilegiada para detentar cargos públicos y la exclusividad para tomar decisiones, mientras que la gran masa de electores termina reducida, de hecho y de derecho, al sufragio, sin ninguna injerencia política adicional.

Uno de los grandes problemas de América Latina es, precisamente, la poca efectividad de la legalidad estatal, lo que hace que el proceso de constitución política de la sociedad se vea afectado negativamente desde la elección misma de los principios y los derechos que la rigen, al ser configurada por grupos de presión que tienden a cerrarle el paso a la participación política plural. De acuerdo con el análisis de O’Donnell (2007), la cobertura social de esta legalidad es muy restringida en el continente y no llega a las regiones alejadas del centro, ya que su estructura clientelista impide que los menos favorecidos accedan a ella en igualdad de condiciones que los privilegiados: “si uno no tiene el estatus social o las conexiones ‘adecuadas’ actuar frente a esas burocracias como el portador de un derecho y no como el suplicante de un favor casi seguramente acarreará penosas dificultades” (O’Donnell, 2007, p. 163).


¿Modelo para América Latina?

El modelo rawlsiano de una sociedad bien ordenada, regida por principios de justicia, tiene su horizonte práctico en las democracias constitucionales, en las que se tome como punto de partida la presunción de agencia de todos los individuos que hacen parte de ellas. El enlace directo entre la idealidad de la posición original y las condiciones concretas de las sociedades reales es la aplicación del principio de diferencia, cuya aplicabilidad requiere de una movilización jurídica técnica e institucional bastante compleja, en la consideración de diferentes variables socioeconómicas de los sectores sociales que componen la comunidad política (Robledo, 2011, pp. 56-59). No obstante, la esfera de la participación ciudadana en la configuración del sistema de cooperación y su transformación, en las distintas etapas que Rawls contempla, no es clara, salvo en lo que respecta a los mecanismos legítimos de la desobediencia civil y la objeción de conciencia. Esto último, permite extender al modelo rawlsiano los cuestionamientos que se hacen a la democracia desde las demandas de participación, pues es a dicho sistema que se ajusta la teoría de la justicia elaborada en las dos obras fundamentales del filósofo norteamericano.

En este punto, las divergencias entre los autores abordados son evidentes. Para O’Donnell (2007), por ejemplo, la idea de contrato (por tanto, la de posición original) es innecesaria; para él los individuos están abocados a la sociabilidad más allá del “como sí” rawlsiano de la aceptación voluntaria de las obligaciones sociales. La apuesta democrática e institucionalizada, la presunción de agencia para la ciudadanía, son supuestos contextuales básicos que, para el argentino, revisten mayor realismo, de ahí que prefiera partir de los supuestos minimalistas de la democracia schumpeteriana, ceñida a la competencia electoral, más que a la idea general del “gobierno del pueblo”. Pero esta es solo una aproximación.

En otro sentido, los dos planteamientos tienen puntos de partida similares. En ambos casos existen unos principios que apelan a la igualdad, a la libertad y a una serie de derechos que se garantizan desde el plano constitucional, más que en el de los gobiernos de turno. En ambos casos también se hace énfasis en los recursos a partir de los cuales los ciudadanos pueden exigir participación, en el marco de la aceptación del orden constitucional: la desobediencia civil, la objeción de conciencia y la accountability tanto vertical como horizontal. En la síntesis de las dos posiciones, se ve robustecida la perspectiva de participación democrática legítima.

Por otro lado, tanto Subirats (2001) como De Sousa-Santos y Avritzer (2004) consideran que una concepción general y hegemónica de la democracia conlleva problemas de inclusión si olvida, más allá de los conceptos, que existen mecanismos de movilización más cercanos a la experiencia particular de las comunidades que, de igual manera, demandan participación y reconocimiento (lo que en términos de O’Donnell (2007) se denomina la accountability social). En este punto, la propuesta rawlsiana es menos clara, pero se pueden rescatar las ideas de pluralismo razonable y razón pública para explotar su potencialidad participativa. En efecto, la noción de una concepción pública de la justicia se erige como una condición formal que permita el diálogo entre doctrinas razonables heterogéneas.

Como principio, el pluralismo razonable aboga por la inclusión de formas distintas de concebir el mundo en una comunidad política que acuerde parámetros claros de cooperación. El problema es, precisamente, su formalidad, dado que la participación que se demanda es concreta, local, regional y movilizadora. En este orden de ideas, De Sousa-Santos (1998) contempla una posibilidad contrahegemónica: parte del carácter incompleto de toda concepción de la dignidad humana, dados los lugares (“topoi”) particulares desde los que opera toda cultura (incluida la occidental), y de que pueden ser complementados si se establece un acercamiento horizontal entre las mismas en un diálogo “transcultural”. Aquí, el problema político no se plantea como la posibilidad de convivir con un otro al que se tolera, sino con el que se puede compartir un espacio de interacción y aprendizaje mutuo. En estos términos, se puede concebir la participación ciudadana como una praxis que interviene en la construcción de lo público (definición de principios, constitución y marco jurídico) y no solo como un mecanismo de control institucional.

En todos los autores citados, se percibe una apuesta por el fortalecimiento de las condiciones políticas que hacen posible la democracia más allá del sufragio. En ese sentido, O’Donnell es más realista que Rawls al tomar en cuenta las competencias electorales, mientras que el filósofo norteamericano apela a los individuos en tanto que participantes voluntarios y autónomos de un contrato hipotético. Mas la presuposición de agencia es condición necesaria, en los dos, para el estatus ciudadano. No obstante, la demanda de mayor participación expresada por Subirats (2001) y desarrollada por De Sousa-Santos y Avritzer (2004), pone en entredicho que el solo sistema representativo, por más inclusivo que parezca, sea suficiente si no se piensa en la posibilidad real de incluir agentes plurales que requieren más que representación y derechos formales, pues de lo que se trata es de dar un contenido sustancial a las demandas de igualdad y autonomía que tiene toda concepción de la democracia, pero que, en la práctica, se ha convertido en un “fórmula vacía” (Rey-Pérez, 2016).

Siguiendo a O’Donnell (2007), sería posible afirmar que la clave para entender la dinámica de las democracias en Latinoamérica está en el concepto de accountability, puesto que uno de los problemas centrales de los regímenes en el continente ha sido la falta de controles institucionales para restringir la influencia de quien detenta el poder ejecutivo. En este sentido, la propuesta rawlsiana parece menos aplicable. Sus supuestos están pensados, como lo resalta O’Donnell (2007) respecto a la teoría democrática en general, para los países desarrollados, que cuentan con un marco institucional más sólido (aunque no invulnerable) y unas condiciones socioeconómicas menos adversas para la gran mayoría de la población mundial.

Pero no hay que perder de vista que la propuesta de Rawls (1995, 1996, 2006) tiene una finalidad práctica, precisamente la de ejercer control político sobre las instituciones, y que, como resalta Fernández (2017), “toma el pluralismo como un hecho y como un sistema” (p. 140). El problema está en determinar cuáles serían los mecanismos concretos que permitirían aplicar los principios de justicia a una realidad pluralista como la de América Latina y cómo incluir en la teoría política las prácticas de resistencia, sin caer en el relativismo moral y político.

Una vez más, De Sousa-Santos y Avritzer (2004) vislumbran un panorama desde la praxis democrática, pues no la conciben como un sistema cerrado sobre sí mismo, sino como un campo de experimentación que debe estar abierto a las prácticas de participación que surgen desde lo local y lo regional y que puedan servir de referencia, o interferencia, a todo sistema democrático. Desde esta perspectiva, mecanismos como la rendición de cuentas, la desobediencia civil y la objeción de conciencia adquieren un carácter dinámico, en tanto que prácticas políticas que permiten una ampliación de la democracia, al ser elementos conceptuales y de procedimiento que permiten a los diferentes sectores sociales exigir mayor incidencia en las decisiones que conciernen a lo público y extender su influencia más allá de los cubículos de votación.

El énfasis de O’Donnell (2007) en la rendición de cuentas hace manifiesta la debilidad institucional de los Estados latinoamericanos para abrir espacios de participación, y aunque no cuestiona de manera explícita el contenido de la ley, sino su aplicación, es necesario resaltar que la debilidad de los mecanismos de accountability, tanto verticales como horizontales, apunta a que la construcción misma de la comunidad política democrática está viciada (orden constitucional y legal, incluidos) por un defecto de participación popular que hace de las democracias delegativas regímenes poco legítimos. Esta conclusión radical podría hacer pensar que es una necesidad imperante echar mano de recursos teóricos y prácticos para promover la participación política desde abajo, es decir, que en la práctica se manifieste de una manera contrahegemónica. De ahí que pueda pensarse un uso también contrahegemónico de la teoría de Rawls, o al menos de algunos de sus conceptos, que le brinde herramientas legítimas de lucha política a los sectores que han sido excluidos del “consenso” social, desde el mismo discurso de la democracia liberal.

En este sentido, el principio de imparcialidad y los límites legítimos de la obediencia (la desobediencia civil y la objeción de conciencia), permiten establecer nuevos mecanismos de accountability vertical, puesto que señalan los principios de justicia como límites para la acción legislativa, en la apuesta por una democracia “radical” (Mejía y Jiménez, 2006). De la misma manera, los conceptos de razón pública y pluralismo razonable evalúan la posibilidad de un modelo más inclusivo en el cual la práctica política sea concebida como el producto de un consenso entre diversas racionalidades. Este quizá pueda ser el mayor aporte de Rawls a la democracia latinoamericana, pues abre la posibilidad al diálogo entre concepciones del mundo distintas en un espacio público común. Sería efectivo en el marco multicultural del continente si se piensa en los diferentes actores sociales como interlocutores válidos, en la configuración de las instituciones políticas. De ahí la necesidad de articular una teoría de la justicia con la demanda de la extensión de la democracia a los sectores excluidos, en sociedades que sufren constantes crisis institucionales.

La perspectiva que se intenta adoptar tiene el sentido de servir de contrapeso a la aplicación “desde arriba” de la teoría de Rawls, resaltando el espíritu práctico que la anima. En este sentido, la óptica rawlsiana, que intenta diluir el campo de fuerzas sociales que se enfrentan en la esfera política, puede invertirse y servir de arma discursiva de aquellos que se enfrentan al Estado para defender su derecho a la participación, apelando a la legitimidad de sus demandas.

Por esta razón, es posible cuestionar, con respecto al concepto de velo de ignorancia, si es realmente posible asumir una perspectiva que se aleje de las grandes desigualdades sociales para elaborar una teoría de la democracia, o si acaso no se legitima la explotación de unos individuos por otros en función de la “maximización” de la igualdad y la libertad, cuando las ventajas de unos se fundamentan en las desventajas de otros. El principio de diferencia, en todo caso, enlaza el modelo con la realidad, establece las pautas para pasar del nivel de los principios al de los derechos y de estos al de los deberes, pero sigue siendo insuficiente si no se plantea como un principio de participación en el que intervengan los actores sociales, en el interior de la relación de fuerzas en las que se hallan inmersos.



Conclusiones

El concepto de participación democrática está relacionado con la existencia de mecanismos políticos, sociales y procedimentales que permitan a los diferentes sectores de la ciudadanía tener injerencia directa en la toma de decisiones gubernamentales, desde la definición de los principios y derechos que definen el orden social, hasta la legalidad que demanda el cumplimiento de dichas directrices.

Desde esta perspectiva amplia, se intentó valorar la teoría de la justicia de Rawls como marco conceptual que vislumbrara hasta qué punto es posible abrir espacios de participación ciudadana, en el marco de la democracia constitucional en la que se inscribe el pensamiento rawlsiano. De allí se rescataron conceptos como la desobediencia civil y la objeción de conciencia que se muestran como nociones importantes para la ampliación de la democracia, en la medida en que son herramientas legítimas para hacer frente a las inequidades gestadas por la regla de las mayorías.

No obstante, el experimento rawlsiano de la sociedad bien ordenada mostró algunas limitaciones en lo que respecta a la ampliación de la participación efectiva de los distintos sectores sociales, en la configuración de la comunidad política. Pese a ello, su aspiración práctica de brindar herramientas para evaluar los regímenes democráticos concretos se reveló compatible con los mecanismos de control político propuestos por O’Donnell (2007), en términos de rendición de cuentas, para fortalecer la institucionalidad democrática en América Latina, cuyos regímenes de comienzos del siglo XXI han sido caracterizados, en términos generales, como delegativos.

De tal suerte, el liberalismo político de Rawls puede ser considerado como un punto de partida teórico que permite hacer legítimas las demandas de participación, si se piensa a partir de un modelo que tome distancia del concepto de representación política, en un escenario público plural. Lo que no puede ser es un punto de llegada hegemónico, pues el ejercicio de una democracia participativa solo puede ser efectivo en la consideración de los actores sociales que se movilizan y de sus exigencias de inclusión política.

Con un aire polémico, lo que intentamos defender es una lectura “contrahegemónica” (por no decir “foucaultiana”) de Rawls, que se enfoque en la reversibilidad posible de las relaciones de poder que se tejen en el discurso democrático, a partir de la radicalización de sus propios principios y la búsqueda de nuevos mecanismos de participación social, en el marco de la construcción de lo público. En este sentido, los aportes de De Sousa-Santos y Avritzer (2004) son invaluables, en tanto que llaman la atención sobre la materialidad de las movilizaciones ciudadanas y de los mecanismos de participación que han logrado desencadenar, en diferentes partes del mundo, desde la segunda posguerra. Con base en estas perspectivas, se puede elaborar una visión más amplia de la democracia en la que los elementos formales puedan ser aprovechados, en términos de legitimidad, por los sectores sociales reales, con sus posiciones socioeconómicas, étnicas, ideológicas y de género concretas, en la lucha por la construcción de un orden social y político más justo.


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Artículo derivado de la Investigación titulada “La teoría de la justicia de Rawls: una lectura democrática desde la participación política en América Latina. La financiación del proyecto fue asumida por el investigador, quien declara que no hubo conflicto de interés en la ejecución del proyecto de investigación.

 Magíster en Filosofía. Filósofo e historiador. Docente de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Correo: dalandinezg@hotmail.com

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