Nietzsche: de la decadencia en el trabajo a la ascendencia en el capitalismo

[Versión en castellano]



Nietzsche: From Decadence at Work to Ascent in Capitalism



Nietzsche: do declínio no trabalho à ancestralidade no capitalismo




Recibido 7 de junio, 2019. Aceptado 21 de noviembre, 2019.



Cristian-David Rincón-Orozco

Colombia

https://orcid.org/0000-0003-3592-2526


Orlando Londoño-Betancourt

Colombia

https://orcid.org/0000-0003-1144-5024



Para citar este artículo: Rincón-Orozco, Cristian-David; Londoño-Betancourt, Orlando. (2020). Nietzsche: de la decadencia en el trabajo a la ascendencia en el capitalismo. Ánfora, 27(49), 77-98. https://doi.org/10.30854/anf.v27.n49.2020.739

Universidad Autónoma de Manizales. ISSN 0121-6538. E-ISSN 2248-6941.



Resumen

Objetivo: evidenciar elementos para defender la idea de que el trabajo en el contexto capitalista es, desde Nietzsche, decadente, pero que, a pesar de ser decadente, es posible la vida ascendente en él. Para ello, este artículo explica qué entendía Nietzsche por decadencia, cuál fue la causa de esta decadencia, algunas de sus consecuencias y, en especial, por qué el trabajo en el contexto capitalista es una consecuencia más de la decadencia de la cultura. También explica cómo, a pesar de estar inmersos en un contexto decadente, es posible la vida ascendente. Para esto, se analiza el papel del dueño de empresa y de los empleados de ella. Metodología: este estudio procede metodológicamente mediante el análisis filosófico de conceptos. Así, se aplica el método genealógico de Nietzsche, con el que se enfrenta la visión restrictiva de la ética, según la cual pareciera como si ésta partiese de supuestos previos, absolutos, no demostrables y dogmáticos. El pensamiento de Nietzsche, entonces, constituye no sólo un referente teórico, sino también metodológico para abordar este tema. Resultados: la filosofía de Nietzsche tiene implicaciones sobre el capitalismo y la vida empresarial contemporánea. Conclusiones: la vida ascendente dentro del contexto capitalista es muy difícil de alcanzar y solo la logran unos pocos seres excepcionales, que tienden al Übermensch.

Palabras clave: Nietzsche; Decadencia; Ascendencia; Capitalismo; Trabajo.



Abstract

Aim: to demonstrate elements to defend the idea that work in the capitalist context is, from Nietzsche’s view, decadent. However, despite being decadent, ascending life is possible within it. To this effect, this article explains what Nietzsche understood by decadence, its causes, some of its consequences and, in particular, the reason why work in the capitalist context is a further result of the decadence of culture. It also explains how ascending life is possible, despite being immersed in a decadent context. For this purpose, the roles of the business owner and his/her employees are analyzed. Methodology: this study proceeds methodologically through the philosophical analysis of concepts. Thus, the genealogical method of Nietzsche is applied, with which the restrictive vision of ethics is confronted, according to which it seems as if it were based on previous, absolute, not demonstrable and dogmatic assumptions. Nietzsche's thought, then, constitutes not only a theoretical reference, but also a methodological model to address this issue. Results: Nietzsche's philosophy has implications on capitalism and contemporary business life. Conclusions: ascending life within the capitalist context is very difficult to reach and only a few exceptional beings, who tend to the Übermensch, achieve it.



Keywords: Nietzsche; Decadence; Ascent; Capitalism; Work.







Resumo

Objetivo: evidencia elementos para defender a idéia de que o trabalho no contexto capitalista é, a partir de Nietzsche, decadente, mas que, apesar de decadente, nele é possível ter uma vida ascendente. Para isso, este artigo explica o que Nietzsche entendeu por decadência, qual foi a causa desse declínio, algumas de suas conseqüências e, principalmente, por que o trabalho no contexto capitalista é mais uma consequência do declínio da cultura. Também explica como, apesar de estar imerso em um contexto decadente, a vida ascendente é possível. Para isso, é analisado o papel do proprietário da empresa e de seus funcionários. Metodologia: este estudo prossegue metodologicamente através da análise filosófica de conceitos. Assim, aplica-se o método genealógico de Nietzsche, com o qual se confronta a visão restritiva da ética, segundo a qual parece que se baseava em premissas anteriores, absolutas, não demonstráveis e dogmáticas. O pensamento de Nietzsche, portanto, constitui não apenas um referencial teórico, mas também metodológico para abordar essa questão. Resultados: a filosofia de Nietzsche tem implicações no capitalismo e na vida empresarial contemporânea. Conclusões: a vida ascendente no contexto capitalista é muito difícil de alcançar e apenas alguns seres excepcionais o conseguem, e estes tendem ao Übermensch.

Palavras-chave: Nietzsche; Recusar; Anscendencia; Capitalismo; trabalho.



















Introducción

La cultura occidental ha tenido una marcada influencia del sistema económico capitalista que encuentra su conexión con el individuo en el trabajo1. Tras la necesidad del trabajo en este contexto capitalista se esconde cierta racionalidad producto de los contenidos de la mentalidad burguesa que, como se verá, surge en contraposición a la mentalidad cristiano-feudal. Desde Nietzsche, se intentará mostrar cómo el trabajo en el contexto capitalista es un síntoma de la decadencia de la cultura que, para él, tiene su gran causa en la apuesta de Sócrates por la razón. Así, pues, además de mostrar por qué con Sócrates empieza la decadencia de la cultura, se enumerarán y explicarán grosso modo sus principales síntomas para luego, mostrar por qué el trabajo en el capitalismo es un síntoma más de dicha decadencia y cómo sería posible una vida ascendente dentro de este contexto decadente.







Metodología

El presente trabajo procede metodológicamente mediante análisis filosófico de conceptos y nociones propias sobre ética, empresas y capitalismo. Si bien se trata de un trabajo de tipo analítico conceptual, está muy orientado por el método genealógico de Nietzsche, con el cual se enfrenta la visión restrictiva de la ética, según la cual pareciera como si ésta partiese de supuestos previos, absolutos, no demostrables y dogmáticos. El pensamiento de Nietzsche, entonces, constituye no sólo un referente teórico, sino también metodológico para abordar nuestro tema.





Resultados

La gran causa de la decadencia: Sócrates y su apuesta por la razón

El inicio de la decadencia de la cultura griega está en estrecha relación con la muerte de la tragedia. Si bien Sócrates es el gran culpable de la decadencia griega, la consecuencia más notable y temprana de dicha decadencia es la muerte de la Tragedia a manos de Eurípides, de modo que se hace necesario entender la muerte de la Tragedia para comprender el nacimiento de la decadencia. La Tragedia, el género teatral descendiente de los ditirambos dionisíacos era, para Nietzsche, la máxima expresión de la cultura griega, pues en ella jugaban en perfecta armonía los instintos apolíneos y dionisíacos. La muerte de la Tragedia inicia cuando Eurípides la despoja de su contenido dionisíaco y queda sólo lo apolíneo, mientras que la decadencia de la cultura se da por la gran apuesta por la razón que tuvo occidente, iniciando con Sócrates (Nietzsche, 2004b). Esto merece la pena revisarlo con más detenimiento.

Como se dijo, la Tragedia era la máxima expresión de la cultura griega porque en ella convivían en conflicto –pero convivían al fin de cuentas– los instintos apolíneo y dionisíaco. Los instintos dionisíacos toman el nombre del dios griego Dioniso, dios del vino. Para Nietzsche, Dioniso representaba, en términos generales, el caos. Es el instinto de la naturaleza más básico, pues muestra la esencia de la vida: es implacable y cruel. La naturaleza es una fuerza titánica que no tiene piedad con quien está en frente y, en este sentido, la vida es trágica2. Sin embargo, ante tal exceso y desbordamiento de la fuerza de la naturaleza, es necesario que el hombre ponga un velo entre él y el caos para que pueda soportar toda su magnitud. De lo contrario, la vida misma se lo devoraría. En este punto radica la importancia de los instintos apolíneos, que toman su nombre del dios Apolo, dios de la belleza, la armonía, la perfección y la razón. Los instintos apolíneos logran darle forma a lo dionisíaco, a lo caótico y permiten que el hombre tenga acceso al mundo, de modo que se llena de símbolos. El mito es la gran expresión del instinto apolíneo, pues a través de él, el hombre ha llenado de símbolos el mundo –dioses, historias, figuras, divinidades, explicaciones– y le ha otorgado un sentido, lo que le permite estar frente a él (Nietzsche, 2004a).

Según Nietzsche, estos dos instintos se presentan en las obras teatrales de la Tragedia griega, cuyos máximos exponentes fueron Esquilo y Sófocles. El contenido y la música de la Tragedia es puro instinto dionisíaco, mientras que principalmente los diálogos expresan el instinto apolíneo. Pensemos, por ejemplo, en el Edipo Rey de Sófocles (1988), la historia del rey que, en busca de descubrir al asesino de su padre, se entera de que ha sido él mismo y que, además, se ha casado y concebido hijos con su propia madre. Cuando descubre esta verdad, se arranca los ojos y se exilia. Su madre y esposa, mientras tanto, se suicida. Esta tragedia en particular retoma tres de las principales características de la cosmovisión de la cultura griega. La primera es la creencia en el Destino.



En la Tragedia griega es clara la influencia del Destino; cuando Yocasta y Layo acudieron al Oráculo de Delfos, éste les dijo que su hijo se iba a casar con su madre e iba a matar a su padre. Lo mismo le dijo a Edipo cuando lo visitó años más tarde. La segunda característica fundamental es que el destino es inexpugnable. No importa qué hagan los hombres, no se pueden librar de él. Le sucedió a Yocasta y Layo cuando, al escuchar el designio de los dioses, decidieron enviar a matar a su hijo sin éxito; le sucedió a Edipo cuando, luego de visitar al Oráculo, se alejó de sus padres adoptivos, creyendo que eran los biológicos, y en su camino se topó y asesinó a su progenitor. La tercera y última característica es que el destino es inexplicable. Esto lo sabían y lo aceptaban los héroes griegos sin chistar. Nunca se le ve a Edipo, o a sus padres, preguntándose por qué los dioses habían concebido ese destino (Sófocles, 1988); no se les ve intentando comprender racionalmente la necesidad del cumplimiento de la profecía. Las explicaciones, los argumentos, la lógica no interesan: el destino es y punto.

Estas tres características unidas expresan en silencio la gran tesis de la cosmovisión de la cultura griega: la vida es trágica. Volvamos a Edipo. Si el destino se pudiera justificar, es decir, si Edipo hubiera comprendido racionalmente por qué su trágico final era necesario, no hubiera sido trágico. La idea de cumplir un papel en el plan de un dios parece otorgarle sentido a la vida. De todos modos, no ocurrió así con Edipo. La Tragedia griega como género teatral y la tragedia griega como cosmovisión comparten la creencia más trágica de todas: hay un destino inexpugnable, inefable y trágico. ¿Cuál es este destino? La muerte. La muerte es el destino más trágico, inexplicable e inevitable del hombre. La vida es trágica pues cada paso es un acercamiento al destino. Al menos esto no contradiría aquel mito que cuenta que, cuando Prometeo creó a los hombres de las cenizas, éste encerró en una caja todos los males, incluida la muerte. Zeus envió a Pandora a que abriera la caja y se vació su contenido. Los hombres, entonces, se hicieron conscientes de que eran mortales y, sabiéndolo, se acurrucaron atemorizados en sus cuevas, hasta que Prometeo les concedió el olvido (Ospina, 2018). El hombre sabe que va a morir, pero sólo porque lo olvida la mayor parte de su vida puede soportarlo.

Otro mito griego cuenta que el rey Midas perseguía, por su sabiduría, al Sileno, acompañante de Dionisio, para preguntarle qué era lo mejor, lo más provechoso para el hombre. Cuando lo capturó, luego de presionarlo en su pregunta, el Sileno le respondió en medio de risas:

Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto (Nietzsche, 2004a, p. 54).

Esta visión pesimista del mundo constituye el momento del esplendor de la cultura griega porque es el periodo en el que el hombre está más cerca de la naturaleza. En los griegos clásicos no hubo una negación de la vida como sufrimiento, ni como placer. Se amaba la vida en su sentido más amplio: en sus momentos bellos, amables, placenteros y gratos, pero también en sus momentos más crueles, en los que provocaba más sufrimiento y en los que las circunstancias eran las peores para el hombre.

Fue con un griego, Sócrates, sin embargo, con quien se inició la decadencia de la cultura griega. En Eurípides se notó su influencia: despojó de la Tragedia todo su instinto dionisíaco y la transformó en la nueva comedia ática. Dotó a los héroes de diálogo argumentativo y de capacidad racional, de modo que empezaron a justificar los designios de los dioses y a modificarlos a su favor. Poco a poco, los finales felices se incorporaron a este género teatral nuevo (Nietzsche, 2004a) y se incluyeron dos premisas socráticas: todo tiene que ser inteligible para ser bello y todo lo sapiente es virtuoso. Estas dos tesis provienen de la ecuación socrática de razón = virtud = felicidad. Sócrates creía que el que actuaba mal era porque desconocía qué era el bien y sólo actuando bien podía llegar a ser feliz. En otras palabras: el hombre racional es el único que actúa bien y es feliz. O en palabras más sencillas, la razón es la única que nos dicta cómo debemos actuar; así llegamos a ser felices. O aún más sencillo: la razón es lo único y más importante. En esto consistió la gran apuesta de Sócrates, con la que le dio paso a la decadencia de la cultura griega: la razón por encima de todo lo demás; la vida como subordinada de la razón (Nietzsche, 2002, p. 46).

De este modo, el optimismo socrático dio pie a la decadencia de la cultura griega gracias a su gran apuesta por la razón que, más tarde, sería idiosincrasia en los filósofos. Pero, ¿por qué la razón como tirana es la causa de la decadencia? Veamos qué entiende Nietzsche por decadencia. En su Anticristo Nietzsche (1997) dice:

Yo entiendo la corrupción, ya se lo adivina, en el sentido de la décadence [decadencia]. (…) Yo llamo corrompido a un animal, a una especie, a un individuo cuando pierde sus instintos, cuando elije, cuando prefiere lo que le es perjudicial. (…) La vida misma es para mí instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder (pp. 34-35).

Los griegos amaban la vida en su sentido más amplio: tanto lo bueno y placentero, como lo feo y doloroso. A esto hay que agregarle un tercer elemento: los instintos. Para Nietzsche, los instintos –así como la razón–- son naturales en el hombre, hacen parte de su vida y no deben intentar ser eliminados. Con la ecuación socrática de razón = virtud = felicidad, sin embargo, se produce el germen de una moral contranatural que estaría presente más adelante en el cristianismo y la ética kantiana. Si la razón es la única que nos dicta cómo debemos actuar, entonces los instintos dejan de ser importantes y se actúa fuera del rumbo normal de la naturaleza. En la Tragedia griega, Eurípides adoptó la fórmula socrática y la llevó a razón = belleza. La razón en la Tragedia despojó a la cultura griega de su pesimismo y la volvió optimista; se empezó a negar la vida.



Consecuencias de la decadencia

Hasta aquí se ha mostrado por qué para Nietzsche la gran apuesta por la razón, que inicia en Sócrates, fue la gran causa de la decadencia de la cultura. En este apartado se enumerarán y explicarán grosso modo dos de las consecuencias más notables de esta decadencia.

  1. Razón en el lenguaje.

Con la razón como máxima autoridad, los filósofos adoptaron la manía de crear conceptos permanentes e inmutables. Según Nietzsche, esto constituye una de las idiosincrasias de los filósofos. Ellos creen darle valor a una cosa cuando le quitan su contenido histórico, esto es, cuando la inmovilizan desde la perspectiva de lo eterno y la convierten en momias del lenguaje (Nietzsche, 2002). Para él, lo que los filósofos han creado bajo el nombre de “concepto” no tiene ningún valor.

Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación, la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de que vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la verdad dentro del recinto de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de haber examinado un camello, declaro: “he ahí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero de valor limitado (Nietzsche, 1996, p. 28).

Estos conceptos eternos se han creado gracias a la idolatría a la razón. A la razón le parece muy extraño el cambio, el devenir, pues lo que es no deviene y lo que no es deviene. El envejecimiento, el deterioro, la transformación se les aparece a los filósofos como refutaciones, como síntomas de que hay algo malo en ellos que los está engañando y cuando descubren qué es lo que los engaña gritan dichosos: ¡lo hemos hallado!, refiriéndose, sin más, a los sentidos. Los sentidos se les aparecen como una objeción al conocimiento, pues constantemente nos engaña y ¿cómo confiar en lo que nos ha engañado en varias ocasiones? Gracias a esto, hemos concebido conceptos fijos e inamovibles que, mirándolos desde la óptica de los sentidos, aparecen a la intuición como una payasada. Se necesita un trabajo intelectual alto para hacernos conscientes de los conceptos bueno, malo, Dios, ser e identidad –por dar algunos ejemplos– y un trabajo muy disciplinado para hacernos creer que existen. Lo que necesita ser probado, diría Nietzsche (2002), es poco valioso. Se nos impone la razón por encima de nuestra intuición: este es el progreso de la decadencia, que explota con Platón.

  1. Explosión de la decadencia: Platón y el inicio de la metafísica.

A Platón se le ocurrió una idea que influiría más adelante en el cristianismo: la existencia de un mundo verdadero diferente al mundo de los sentidos. A él le pareció muy racional pensar que, si todos los árboles –por ofrecer un ejemplo– eran físicamente diferentes, la razón era que todos habían sido extraídos de la misma idea de árbol. Él se preguntó: ¿por qué sé que un olmo es un árbol al igual que un pino siendo ambos radicalmente tan diferentes? Luego respondió: porque ambas son copias imperfectas de la idea de árbol, que es un molde del cual provienen el resto de árboles. Así, Platón concluyó que ningún árbol que él pudiera ver o tocar era el árbol real, sino que todas eran copias del árbol perfecto que, claramente, no se encontraba en su mundo sino en otro diferente: el mundo de las ideas. El argumento de Platón parece consistente y fácilmente lo puede convencer a uno de que tiene razón –¡convenció medio mundo durante dos milenios! –, pero peca porque es contraintuitivo, contrainstintivo. No hay nada más contrario a nuestra intuición que aceptar que hay otro mundo inalcanzable para nosotros, asequible únicamente al sabio y virtuoso. Todo lo que nos pueden decir los sentidos le pareció a Platón nada más que un engaño (Platón, 2003).

Mucho después, el mundo de las ideas de Platón, es decir, el mundo verdadero, se cristianiza y se convierte en la vida después de la muerte, en el paraíso. Aquí, los ideales ascéticos, que no son más que tesis sacadas de la manga de la razón, se convierten en la Verdad y al conocimiento sensible, intuitivo e instintivo, se le llama sacrilegio. Se empieza a creer en un Dios enfermo, que detesta las pasiones e instintos de los hombres –¡los mismos que él puso en ellos! – y que le exige que actúe en contra de su naturaleza.

El concepto cristiano de Dios -Dios como Dios de los enfermos, Dios como araña, Dios como espíritu- es uno de los conceptos de Dios más corruptos a los que se ha llegado en la tierra; tal vez represente incluso el nivel más bajo en la evolución descendente del tipo de los dioses. ¡Dios, degenerado a ser la contradicción de la vida, en lugar de ser su transfiguración y su eterno sí! ¡En Dios, declarada la hostilidad a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vida! ¡Dios, fórmula de toda calumnia del “más acá”, de toda mentira del “más allá”! ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de nada!... (Nietzsche, 1997, p. 49).



El trabajo en el capitalismo como consecuencia de la decadencia de la cultura

En términos morales, la decadencia de la cultura, que pasó por Platón y el cristianismo, desembocó en la moral cristiana y en la ética kantiana. Un ejemplo claro de esto se encuentra en Mateo 5 cuando Jesús dice: “si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo lejos de ti”. Literal o no, su mandato tiene una premisa fundamental: hay que eliminar las pasiones y los instintos. Para Nietzsche, esta moral cristiana es una moral contranatural pues se dirige contra los instintos y muestra a Dios como enemigo de la vida. “La vida acaba donde comienza ‘el reino de Dios’” (Nietzsche, 2002, p. 63).

Lo mismo ocurre con la ética kantiana que, a fin de cuentas, es la racionalización de la moral cristiana. Allí donde Kant (2001) sitúa a la razón, es decir, como la única directriz que tenemos para saber cómo actuar, hay un impulso de negación de la vida. Para Nietzsche, el Imperativo Categórico kantiano no es sino un intento fallido de homogenizar a las personas y de negar sus diferencias, así como sus instintos.

Lo que no es condición de nuestra vida la daña: una virtud practicada meramente por el sentimiento de respeto al concepto de “virtud”, tal como Kant lo quería, es dañosa. La “virtud”, el “deber”, el “bien en sí”, el bien entendido con un carácter de impersonalidad y de validez universal –ficciones cerebrales en que se expresa la decadencia, el agotamiento último de las fuerzas de la vida, la chinería königsberguense (Nietzsche, 1997, p. 40).

Gracias al triunfo del optimismo cristiano y de la filosofía kantiana, se nos hizo creer en la dignidad humana. Por un lado, el cristianismo nos dijo que toda vida humana es sagrada en tanto todos somos hijos de Dios y, además, porque nos creó a su imagen y semejanza. Por el otro, Kant (2001) nos convenció de la dignidad humana diciéndonos que éramos especiales, ya que éramos racionales. Esta idea, en cambio, no tenía sentido en la antigua Grecia. Cuando el Sileno le responde al rey Midas que lo mejor para el hombre es no haber nacido, no haber existido nunca, subyace en sus palabras una idea fundamental: la vida humana no tiene valor alguno o, por lo menos, no lo tiene per se. La frase “toda vida humana es sagrada” hubiera provocado carcajadas entre los griegos.

Esta racionalidad cristiano-kantiana nos convenció, no solo de que nuestra vida era valiosa, sino de otras tres ideas, que valen la pena abordarse con más detenimiento: somos iguales, somos libres y el progreso existe. Al igual que con la idea de la dignidad humana, el cristianismo nos convenció de nuestra igualdad diciéndonos que éramos iguales en tanto todos éramos hijos de Dios. Kant (2001), por su parte, nos propuso como iguales porque todos éramos seres racionales. Sin embargo, las otras dos ideas fundamentales de la racionalidad cristiano-kantiana (nuestra libertad y la idea de progreso) tienen su origen en lo que Romero (1987) llama la mentalidad burguesa, que nace como respuesta de la mentalidad cristiano-feudal3. La gran diferencia entre ambas mentalidades es la superación del determinismo aristotélico.

El cristianismo feudal creía, con una fuerte influencia de Aristóteles, que el mundo y todo lo que pasaba en él –incluido el destino de los hombres– se daba por voluntad de Dios. Así como Aristóteles (2014) creía que el esclavo nacía destinado a ser esclavo, en la Edad Media se creía que el rey feudal nacía destinado a ser rey y el vasallo a ser vasallo por designio divino. Con el nacimiento de la clase burguesa, y con ella una nueva mentalidad, esta idea se dejó de lado y se empezó a creer en un Dios demiúrgico, que creó, pero que no intervenía en el desarrollo del mundo. De este modo, como la voluntad de Dios ya no era la que lo gobierna todo, el hombre se vuelve libre y responsable de su vida. El pobre ya no está destinado a ser pobre siempre, sino que puede cambiar para dejar de serlo. Como ya no se concibe la voluntad de Dios como motor de movimiento del mundo y de la historia, la mentalidad burguesa basó su orden social sobre el factum, sobre la historia misma, y a partir de allí creyó encontrar una verdad: la historia está atravesada por el progreso; la historia misma es progresiva, cada etapa es superior a la anterior.

Estas cuatro premisas fundamentales de la mentalidad burguesa –la dignidad humana, la igualdad, la libertad y el progreso– llevaron a una conclusión: cada quien es libre de llegar a ser lo que quiera ser. Como ya nadie está destinado a ser esclavo, cualquiera es libre de ascender en la pirámide social, lo cual se logra en la medida en que se obtengan más propiedades (Romero, 1987). Las propiedades se obtienen, claro está, con trabajo, por lo que el trabajo se vuelve un medio para conseguir riquezas4. No es visto como algo vergonzoso, sino como algo valioso, necesario, que ayuda a progresar. Dicho de otro modo, en palabras de Marx (2005), “el trabajo dignifica”. Sin embargo, Nietzsche dice:

Los modernos tenemos respecto de los griegos dos prejuicios que son como recursos de consolación de un mundo que ha nacido esclavo y, que por lo mismo, oye la palabra esclavo con angustia: me refiero a las dos frases dignidad del hombre y dignidad del trabajo” (Nietzsche, 2010, pp. 11-12).

Para él, el trabajo, más que ser un medio de liberación o dignificación, es una nueva manera de esclavitud. Los modernos hemos nacido esclavos, pero no lo aceptamos, y llamamos a nuestra esclavitud trabajo. Hemos nacido esclavos del trabajo. Hemos dignificado nuestra esclavitud en un intento desconsolado de verlo como algo bueno y saludable. Consideramos normal despertarnos todos los días desde muy temprano para ir a trabajar en algo que no nos gusta, que nos aburre, durante ocho horas, para al otro día volver a hacerlo una, y otra, y otra vez, hasta nuestra vejez, hasta que ya no servimos para trabajar, y pensamos: ¡ahora sí disfrutaré de mi vejez, disfrutaré mi vida! A tal punto se nos ha convencido de lo natural del trabajo que, cuando estamos desempleados, no hacemos otra cosa que despertar la lamentación ajena. Esta es una de las ideologías bases del capitalismo. “La razón en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora!” (Nietzsche, 2002, p. 55), ¡ha tardado realmente poco en convencernos en que el trabajo es digno! En nada debe parecernos esto extraño: los medievales también hubieran rasgado sus vestiduras si les hubiéramos dicho que Platón nos engañó cuando nos dijo que había otro mundo, el mundo verdadero. En la Gaya ciencia, Nietzsche (1974) dice:

Hay algo de salvajismo indio peculiar a la sangre de los Piel roja en la manera con que los norteamericanos ambicionan el [dinero] (…). Se medita en mano mientras se come, con los ojos fijos en las cotizaciones de Bolsa: se vive como si se temiera dejar de hacer algo. “Más vale hacer cualquier cosa que no hacer nada”; esta máxima es un ardid para dar el golpe de gracia a todas las aficiones superiores. (…) El trabajo monopoliza cada día más, la tranquilidad de conciencia; la inclinación a la alegría se llama ya necesidad de reponerse, y empieza a avergonzarse de sí misma. “La salud me lo exige” es lo que suele uno argüir cuando le sorprenden pasando un día en el campo (…). Pues bien; antes sucedía lo contrario; el trabajo era quien no tenía tranquila la conciencia. Un hombre de noble origen se ocultaba para trabajar, cuando a ello le forzaba la pobreza. El esclavo trabajaba abrumado bajo el peso del sentimiento de que hacía una cosa despreciable. Hacer era despreciable (pp. 144-145).

El principal problema que Nietzsche le encuentra al trabajo en el capitalismo es que obsesiona al hombre hasta el punto de no dejarlo vivir y, en ese sentido, es decadente. Recordemos lo que se mencionó líneas atrás: en la sociedad capitalista, el trabajo es un medio para obtener riquezas. El problema de que sea un medio es que, con tal de que sea bien remunerado, el hombre no suele elegirlo con cuidado, así que termina trabajando en algo que no le satisface, incluso que lo aburre, desperdiciando así su vida. A esto se le puede añadir que el trabajo constituye un gran porcentaje de la vida de una persona –en algunos la totalidad, pues no tienen en absoluto tiempo de ocio–. Para Nietzsche, en cambio, es fundamental la vida contemplativa, el ocio, el tiempo en el que no se hace nada. Sólo es en estos momentos cuando el hombre tiene un encuentro íntimo consigo mismo, cuando se conoce y descubre su querer. El hombre moderno, en cambio, se avergüenza cuando se le encuentra haciendo nada, pues lo considera tiempo perdido. Esta actitud es antinatural, pues su disposición al trabajo es producto del adoctrinamiento moderno.

Si para Nietzsche lo decadente es todo aquello que va en contra de la vida misma, entonces el trabajo en el capitalismo es decadente, es un síntoma de la decadencia misma. De otro modo, la consigna en Auschwitz no hubiera sido “Arbeit macht frei” (El trabajo os hará libres). No hay nada más contrainstintivo, más contranatural que el trabajo pesado y organizado con el motivo de acumular riquezas. La distensión de los sentidos y la improductividad aparece más cercana a la naturaleza del hombre que el trabajo continuo, sin descanso y aburrido. ¡Pero ha bastado un poco de racionalidad para hacernos creer lo contrario! ¡El trabajo se nos aparece como lo natural y correcto, mientras que del ocio nos avergonzamos!

Vida ascendente en el capitalismo

Contraria a la vida decadente, se sitúa la vida ascendente. El trabajo en el capitalismo es decadente, pues en él hay una negación de la vida. Ante ello, la salida más fácil sería rechazar el capitalismo y afirmar que es imposible que surja vida ascendente en él. Sin embargo, tal conclusión no sería justa con Nietzsche. Aunque el trabajo en el capitalismo es decadente, vivimos sumergidos en este contexto del cual se nos hace casi imposible librarnos. No se puede rechazar sin más, así que lo que queda es pensar cómo la vida puede ser ascendente dentro de un contexto decadente. En esto, Nietzsche tiene mucho que decir.

La vida ascendente, en contraposición a la vida decadente, es aquella en la que el individuo no niega la vida, sino que la diviniza. Es decir, sus instintos, sus miedos, sus pasiones, sus dolores y problemas no son algo que deba ser negado, sino aceptado con la mayor alegría, pues cada dificultad es, para él, fuente de fortalecimiento. No se puede llegar a ser un gran hombre si antes no se ha pasado por grandes adversidades. Nietzsche (1974) dice:


Poned a prueba la vida de los mejores y más fecundos hombres y pueblos, y preguntaos si un árbol que deba crecer orgulloso hacia lo alto puede prescindir del mal tiempo y de la tempestad: ¿si la inclemencia o resistencia de afuera, o cualquier forma de odio, celos, terquedad, desconfianza, dureza, avidez y violencia, no pertenecen a las circunstancias más favorecedoras, sin las cuales, incluso para la virtud, sería difícilmente posible un gran crecimiento? El veneno que aniquila a los seres débiles es fortalecedor para el fuerte y él tampoco lo llama veneno (p. 42).


Dependiendo de quién sea envenenado, dicho veneno puede fortalecerlo o aniquilarlo. Si el individuo es débil, no podrá soportarlo y desfallecerá; si, en cambio, es un hombre fuerte, lo tomará, lo beberá con alegría y se fortalecerá gracias a él. Luego dirá: “lo que no me mata me hace más fuerte” (Nietzsche, 2002, p. 34). Aquí, “veneno” no significa otra cosa sino lo problemático, lo oscuro, lo sucio, lo caótico, lo instintivo; “veneno” es todo lo que el optimismo cristiano-kantiano ha llamado “malo”. He aquí la gran diferencia entre una vida decadente y una vida ascendente: la primera evita a toda costa el veneno de la vida y se aferra ciegamente a sus ideales ascéticos5; la segunda toma el veneno, lo disfruta, lo ama y, constantemente, pide más de él porque así se fortalece. Lo “bueno” en el optimismo cristiano-kantiano, es decir, los ideales ascéticos, se convierte en debilitador, mientras que lo “malo”, en fortalecedor. Desde Nietzsche (1997), en un lenguaje moralista, “¿qué es bueno? Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es malo? Todo lo que procede de la debilidad” (p. 32).

Sin embargo, tal como lo afirma Nicolaides (2014), esta ética nietzscheana es sólo para los individuos más espirituales, que son muy pocos. El nombre más popular con el que se le conoce a este tipo de personas es Superhombres (Übermensch de ahora en adelante), pero Nietzsche también los llama nobles, niños, hombres olímpicos, entre otros. En Así hablaba Zaratustra, Nietzsche (2003) muestra de qué modo se puede llegar a ser Übermensch (o niño). Primero, dice Zaratustra, el espíritu del hombre se convierte en camello. Así como éste, los hombres-camello se inclinan con veneración esperando a que se les cargue con las cargas más pesadas y estas cargas no son sino las imposiciones culturales. El hombre-camello actúa por deber, porque así se lo dictan las órdenes, los mandamientos y los imperativos. Actúa porque así debe actuar, no porque sea lo que realmente quiere, así lo hayan convencido de que lo que debe es lo que quiere. El hombre-camello es, en otras palabras, el individuo que sigue ciegamente a la autoridad, llámese cultura, llámese moral, llámese religión o Dios.

Hay algunos pocos hombres-camellos que se sumergen en la soledad de su reflexión, o en lo más solitario del desierto, y allí se rebelan contra su gran dios: el dragón del “tú debes”. Allí descubren que su querer es diferente a su deber y empieza a hacer lo que quiere, no lo que debe. Es en este momento en el que el espíritu se transforma en león y se crea un nuevo tipo de individuo: el hombre-león. Su actuar no está motivado por el deber sino por el querer. No dice “yo debo”, sino “yo quiero”. Se sacude su lomo para dejar caer todas sus cargas culturales y continúa su camino, más liviano y más libre. Atrás quedan los ideales ascéticos que antes le servían de apoyo, guía y Dios; poco a poco la arena del desierto los va sepultando. Ocurre la muerte de Dios y todos sus valores se sepultan en el más solitario de los desiertos. Es por ello que el loco (Nietzsche, 1974), cuando descubre que Dios ha muerto, sale a la plaza pública y afirma que no sólo murió, sino que todos le hemos matados, todos somos los responsables de su muerte.

La muerte de Dios no es un hecho menor. Cuando el hombre-león lo asesina, es decir, cuando abandona todas sus cargas culturales, queda flotando en una nada infinita sin en dónde apoyarse. El horizonte se ha borrado, ya no hay un arriba ni un abajo, un bien o un mal. El hombre-león vaga sin rumbo, desnortado. Aunque su acción se basa en su querer, es necesario que él mismo tome el lugar del dios que ha matado y se convierta en un dios, que cree sus propios valores. Por eso es necesario que su espíritu se transforme en niño. El niño es inocencia y olvido. Él necesita crear valores nuevos que le sirvan de sustento y “para el juego del crear se precisa de un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo” (Nietzsche, 2003, p. 55). El león no puede crear valores nuevos porque no ha olvidado sus valores antiguos, no puede jugar con ellos; se sentiría sacrílego. Al niño, en cambio, el mundo se le aparece sin prejuicios, de modo que puede ponerse a jugar con él. No se toma nada realmente en serio, se burla de lo sagrado y realiza su voluntad.

Aunque Nietzsche pensaba especialmente en el cristianismo al hablar de las cargas culturales del camello, éstas no competen únicamente a él. La muerte de Dios no implica solamente la muerte de los valores cristianos, sino, en general, el crepúsculo de todos los ídolos: Dios, la razón, la Ilustración, la civilización, entre otros. Uno de ellos es el ídolo del dinero (capital) en el capitalismo. El hombre-camello se inclina con veneración ante él y espera que le cargue con la carga más pesada: el trabajo. Siente que su deber es trabajar para darse una buena vida, tanto a él y a su familia, para ser alguien importante, un hombre de bien. Se siente vigoroso porque tiene un trabajo que, aunque no le satisface, es estable y con una buena remuneración económica; mas no sabe que es síntoma de su vida decadente.

La muerte de Dios implica aquí la muerte del dios dinero. El dinero ha muerto para el individuo cuya vida es ascendente. El Übermensch (niño) ya no lo toma en serio, se burla de él, es capaz de jugar con él. Las cotizaciones en bolsa le parecen un chiste de mal gusto y se ríe cuando el dólar sube de precio. Ha sepultado ya a su viejo dios y ha tomado el lugar de él. Ya no trabaja por dinero, sino que trabaja por sí mismo. El trabajo no se le aparece como un medio para acumular riquezas; el trabajo se le aparece como un fin en sí mismo, para su autorrealización. Le llama “trabajo”, pero no lo considera como tal. Más que acumular riquezas, le interesa vivir6.

En Gaya ciencia, Nietzsche afirma que a esta clase rara de personas “pertenecen los artistas y los contemporáneos de todas clases, pero también los ociosos que se pasan la vida cazando en aventuras e intrigas de amor” (Nietzsche, 1974, p. 43). Según esto, los individuos involucrados en la actividad empresarial no podrían tener una vida ascendente y, sin embargo, se encuentran personas que disfrutan de su trabajo y lo ven como un fin en sí mismo. Aquí debemos distanciarnos un poco de Nietzsche. Él veía el mundo empresarial como un lugar decadente, donde la vida ascendente no tenía lugar. Era un gran enemigo de los negocios; la industrialización había hecho a la vida moderna sin descanso y espiritualmente vacía (Meerhaeghe, 2006). Zaratustra dice: “Donde acaba la soledad, allí comienza el mercado; y donde comienza el mercado, allí comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas” (Nietzsche, 2003, p. 90). Sobre esto, Nicolaides afirma que:


Nietzsche también se opuso a los negocios per se. Esto porque él vio al capitalismo como una fuerza destructiva que promovía la avaricia y la explotación y la cual reducía la profundidad de la espiritualidad en la gente. Sin embargo, como los negocios son parte de la vida, la ética debe ser motivada por los negocios y esto es lo que Nietzsche propone (Nicolaides, 2014, p. 192)7.

La tesis que aquí se defiende, siguiendo a Nicolaides, es que, si bien la vida en el capitalismo es, desde Nietzsche, decadente, de allí puede surgir vida ascendente. Se mostrará, entonces, cómo es esto posible y qué características debe tener, tanto el gerente dueño de empresa como el empleado raso, para que alcancen este tipo de vida, muy cercana a la del Übermensch.


La vida ascendente del gerente dueño de empresa

Las empresas, entendidas como organizaciones privadas con ánimo de lucro, encuentran su motor en el egoísmo, representado en la obtención de utilidades (Rincón, 2018; Rincón, 2017). Contrario a como lo harían otras teorías éticas (Kant, utilitarismo), Nietzsche, antes de criticar al egoísmo, lo acepta como algo natural, e incluso saludable, en el hombre. El egoísmo, en el sentido de preservar lo propio, es sano y sagrado; es el motor de la vida, de la voluntad de poder, que impulsa a la autoconservación y a la autorrealización del individuo. En vez de rechazarlo, hay que aceptarlo y festejar su existencia (Nietzsche, 2003). A este egoísmo, para efectos de claridad conceptual, lo llamaremos “egoísmo bueno”.

Sin embargo, afirma Nietzsche, existe otra clase de egoísmo (malo) que es enfermizo, propio de una vida decadente.

Existe otro egoísmo, demasiado pobre, un egoísmo hambriento que siempre quiere hurtar, el egoísmo de los enfermos, el egoísmo enfermo. (…) Con ojos de ladrón mira ese egoísmo todo lo que brilla; con la avidez del hambre mira hacia quien tiene de comer en abundancia; y siempre se desliza a hurtadillas en torno a la mesa de quienes hacen regalos. (…) Enfermedad habla en tal codicia, y degeneración invisible; desde el cuerpo enfermo habla la ladrona codicia de ese egoísmo (…). Un horror es para nosotros el sentido degenerante que dice: “Todo para mí” (Nietzsche, 2003, p. 123).

Si bien Nietzsche reivindica el egoísmo bueno como algo natural y deseable, al egoísmo malo lo considera enfermizo, producto de la decadencia de la cultura. Aquí se defiende que este egoísmo malo es el motor de acción de los más acérrimos dueños de empresa en el contexto capitalista. Sus ansias de riqueza, de acumulación de capital, de abarcar el mercado nacional e internacional, de monopolizar y acabar con las empresas competidoras más pequeñas (Parada, 2016) no son sino el signo más visible de su enfermedad. No hay diferencia sustancial entre el que quiere aumentar las utilidades de la empresa a costa de sus empleados, bien sea recortando su salario, bien sea explotándolos, y el que dice: “Todo para mí”. Su codicia es un egoísmo de enfermos, pues ellos mismos están enfermos. Estos acérrimos empresarios se han dejado desviar de su vida y se han vuelto esclavos de su capital; son más esclavos que quienes trabajan en su empresa. Incluso su condición es peor que la de los afrodescendientes en la época colonial que eran condenados a la esclavitud: son esclavos, pero se creen libres y ¡viven orgullosos de su esclavitud!

He aquí la primera condición de un gerente dueño de empresa cuya vida es ascendente: su egoísmo es sano y saludable, su egoísmo es bueno. Contrario al acérrimo empresario, encuentra en la empresa que él dirige una fuente estable de recursos que le permitan vivir cómodamente y disfrutar de su vida. No se le ve obsesionado, como al gerente con egoísmo malo, con aumentar las utilidades de su empresa, ni con los ojos siempre puestos en las cotizaciones de bolsa. Sus intereses están alejados del dinero; en él encuentra sólo un medio para hacer lo que quiere hacer. Así, pues, su acción está guiada por su voluntad de poder y no sigue los imperativos del capitalismo. Como hombre-león, se ha liberado de la máxima “debes conseguir dinero”; la ha sepultado en lo más solitario del desierto. Luego, como hombre-niño, ha enfrentado al mundo con una mirada inocente y juguetona, de modo que crea su propia tabla de valores, de máximas e imperativos, producto de su voluntad, de su querer; es un individuo feliz.

Contrario a la moral cristiano-kantiana –que nos dice “haz esto, haz aquello otro y así serás feliz” –, para Nietzsche (2002)

Un hombre bien constituido, un feliz, tiene que realizar ciertas acciones y recela instintivamente de otras, lleva a las relaciones con los hombres y las cosas el orden que él representa fisiológicamente. Dicho en una fórmula: su virtud es consecuencia de su felicidad (p. 68).

El gerente de vida ascendente necesariamente mantiene una relación saludable con sus empleados, los demás miembros de la empresa, sus stakeholders e, incluso, con el medio ambiente; por ejemplo, la explotación laboral, que es defendida por Worden (2009) desde una postura nietzscheana, en tanto es manifestación del poder del fuerte. Contrario a Worden (2009), la explotación laboral parece, vista desde Nietzsche, más cercana a una vida decadente que a una vida ascendente. Primero, podría preguntarse si quien gerencia su empresa es feliz con su labor, en el sentido de sentirse bien consigo mismo, y, además, para quien su motor no es el dinero, ¿qué razón tendría para explotar laboralmente a sus empleados? Al contrario, se inclinaría a tenerlos en buenas condiciones laborales, a tratarlos bien y a intentar que ellos mismos estén felices trabajando; su relación con los empleados representa su felicidad. Un hombre feliz tiende a tratar con amabilidad a los demás, no porque así se lo dicte el deber, sino porque es instintivo en él.



Vida ascendente en los empleados

Con los empleados de la empresa, incluidos los gerentes que no son los dueños, sino sus empleados, la cuestión es más complicada. En muchos casos, los empleados no tienen libertad financiera suficiente para hacer lo que deseen y, además, trabajan para su propia subsistencia o la de su familia. Son decadentes; son víctimas del sistema capitalista. Sin embargo, no hay derecho de juzgarlos por ello. Que hayan nacido en condiciones difíciles, de las cuales es difícil salir, no es culpa de ellos; no es culpa de nadie. Que tomen ciertas decisiones como dedicarse a trabajar en algo que no le apasiona no es decisión de él. Para Nietzsche (2002), esta clase de personas no pueden ser responsabilizadas moralmente ni juzgadas por sus decisiones, pues sus acciones no dependen únicamente de ellos mismos, sino –y en mayor proporción– de las condiciones externas en las que nacieron y criaron. Es un error, dice él, creer que las decisiones que tomamos son producto de una voluntad libre (Nietzsche, 2002).

Los gerentes que no son dueños de la empresa tampoco se libran de estas dificultades. Aunque puede pensarse que son más propensos a tener mayor libertad financiera, mejor educación y mejores condiciones para desarrollar su voluntad de poder8, tienen una responsabilidad dentro de la empresa, explícita en un contrato, que es la de lograr la mayor eficiencia en su área de trabajo. La reestructuración de la empresa que se esperaría en un gerente dueño de empresa de vida ascendente, no podría esperarse en el gerente que no es dueño; aunque lo quiera, en sus manos no está poder hacerlo. Aquí tampoco se les puede culpar por ello: han sido educados así y, aunque se apasionen por su trabajo, son producto de una cultura decadente; los camellos también son apasionados cuando se inclinan con veneración para que se les cargue con las cargas más pesadas9.



Conclusiones

Para que los empleados y gerentes-empleados puedan llegar a tener una vida ascendente, hay dos opciones, ambas muy difíciles de lograr, –pero por eso mismo la ética nietzscheana es para muy pocos individuos–. La primera es que dejen de ser. El empleado tendría que dejar de ser empleado y el gerente, dejar de ser gerente. El trabajo al que están sujetos los mantiene en una vida decadente; su libertad está fuertemente condicionada y siguen actuando por deber. Si dejan sus empleos y se dedican a desplegar su voluntad de poder, se acercarán más a una vida ascendente.

La segunda opción, menos drástica pero también difícil, es que encuentren una actividad a la que se suscriban, no por la remuneración, sino porque encuentra en ella un fin en sí mismo. Allí, su voluntad no está subyugada a la obtención de alguna remuneración económica. Este es el caso de los que, en sus trabajos, dicen: “esto lo haría aún si no me pagaran”. Así pues, el panorama no es nada optimista y pareciera que la gran mayoría están condenados a la vida decadente. Pero C’est la vie10; así hay que aceptarla y amarla, como la tragedia que es. Nietzsche ya lo decía: “Hay algunos hombres excepcionales que prefieren perecer a trabajar en cosas que no deleitan; son minuciosos y difíciles de contentar y no les basta con ganar mucho si el trabajo no es por sí mismo la ganancia de las ganancias” (Nietzsche, 1974, p. 43). La gran mayoría, en cambio, prefiere trabajar en cualquier cosa, con tal que su paga sea buena. Éstos son los esclavos modernos que deben trabajar para que el gerente dueño de empresa de vida ascendente pueda vivir.

Aunque en una empresa estén las condiciones para desarrollar la voluntad de poder de los empleados, no significa esto que todos la desarrollen. Al contrario, solo algunos logran aprovechar estas condiciones para que su espíritu pueda transformarse en león y luego en niño. En el camino hacia el Übermensch, son muchos los llamados y realmente pocos los elegidos, de modo que en la empresa se encuentran individuos-camello por doquier.



Referencias



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Artículo derivado de la Investigación titulada “Nietzsche: de la decadencia en el trabajo a la ascendencia en el capitalismo". La financiación del proyecto fue asumida por los investigadores, quienes declaran que no hubo conflictos de intereses en la ejecución del proyecto de investigación.

 Magíster en Filosofía. Estudiante del posgrado en Estudios Organizacionales en la Universidad Autónoma Metropolitana, México. Correo: crdrinconor@unal.edu.co

 Magíster en Filosofía. Docente de la Universidad de Caldas y de la Universidad Autónoma de Manizales, Colombia. Correo: olondono@autonoma.edu.co, olondono@ucaldas.edu.co

1 Aquí se entiende al trabajo como toda aquella actividad que subyuga la voluntad con el fin de obtener una remuneración económica.


2 Los ejemplos de esto sobran. Piense en una avalancha que no tiene piedad de la familia que vive en la montaña cuesta arriba, o en el mar que es implacable con los marineros.

3 Esta contraposición entre la mentalidad burguesa y la mentalidad cristiano-feudal no debe entenderse como una contraposición entre ateos y creyentes. Los burgueses también eran cristianos, pero con algunas ideas diferentes al cristianismo que primaba en la época feudal.

4 En esto, la ética protestante, según Weber (2013), tuvo gran influencia.

5 Los ideales ascéticos buscan un estilo de vida en el que se reduzcan al máximo los placeres.


6 Esta tesis tiene antecedentes en Idarraga y Carvajal (2018).

7 Traducción propia.

8 Para Nietzsche, es el motor principal del hombre. Aunque es un concepto complejo, aquí se puede entender como “la fuerza que impulsa al hombre a hacer lo que él desea”.

9 Que el trabajo sea lo que le apasiona al individuo no implica que se aleje de su condición de camello, contrario a lo que afirma Idarraga y Carvajal (2018).

10 “Así es la vida”.

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