Hegemonía y contra-hegemonía:
diálogo geopolítico en el umbral del tiempo actual
[Versión en Español]
Hegemony and Counter-Hegemony:
Geopolitical Dialogue at the Current Time Threshold
Hegemonia e contra-hegemonia:
diálogo geopolítico no limiar do tempo atual
Recibido noviembre 30 de 2018. Aceptado abril 20 de 2019.
Mateo Villamil-Valencia
https://orcid.org/0000-0003-2488-6558
Colombia
Para citar este artículo: Villamil-Valencia, Mateo. (2019). Hegemonía y contra-hegemonía: diálogo geopolítico en el umbral del tiempo actual. Ánfora, 26(47), 17-36.https://doi.org/10.30854/anf.v26.n47.2019.631 |
Resumen
Objetivo: describir la naturaleza del momento político global e identificar las estrategias desplegadas en el último decalustro y aquellas utilizadas en la actualidad en la carrera constante por la identificación, la organización de las mayorías sociales y la disputa del poder. Además, se busca explicar las características de la lucha política actual y considerar las implicaciones geopolíticas de la decadencia de la hegemonía estadounidense y el potencial contra-hegemónico de China. Metodología: el estudio implicó métodos cualitativos como el explicativo, el histórico-crítico y el interpretativo: rastreo histórico de procesos, análisis de coyuntura, contexto y cambio social, arqueología contemporánea de prácticas políticas colombianas y globales y observación e interpretación del discurso nacional e internacional. Para ello, se hizo búsqueda, organización y análisis de documentos académicos e investigativos sobre el campo de estudio y consulta de fuentes secundarias. También se identificaron autores, áreas de estudio, categorías, publicaciones y tendencias acerca del problema de investigación. Resultados: el análisis de la literatura disponible y la contrastación de las teorías políticas en liza muestran la existencia de un impasse económico y político de carácter epocal. Conclusiones: China, y su singular posicionamiento de clase, puede ofrecer respuestas a dicho impasse y tener mensajes de importancia universal.
Palabras clave: Hegemonía; Geopolítica; Geografía política; Capitalismo; China;
Estados Unidos.
Abstract
Objective: to describe the nature of the global political momentum, identify the strategies deployed in the last decade and those currently being used in the constant race for identification, social majority’s organization and dispute over power. In addition, construe the characteristics of the current political struggle and finally, to consider the geopolitical implications of the decline of United States’ hegemony and the counter-hegemonic potential of China. Methodology: the study employed qualitative methods such as explanatory, historical-critical and interpretive: historical tracking of processes, analysis of context, context and social change, contemporary archeology of Colombian and global political practices and observation and interpretation of national and international discourse. To achieve the above, investigation, organization and analysis of academic and research documentation on the field of study and consultation of secondary sources were made. We also identified authors, focus areas, categories, publications and trends concerning the research problem. Results: the analysis of available literature and the contrasting of opposing political theories show the existence of an economic and political impasse. Conclusions: China, and its unique class positioning, can offer resolution to this impasse and key leads of universal importance.
Keywords: Hegemony; Geopolitics; Political geography; Capitalism; China; United
States.
Introducción
A punto de comenzar la tercera década del siglo XXI, Colombia se encuentra ante una transformación económica, política y cultural global. Todo indica que parte de una inflexión en el orden mundial vigente y apunta hacia una reconfiguración del poder a escala humana. La decadencia de Estados Unidos, los titubeos de la Unión Europea y sus difíciles retos, junto al ascenso vertiginoso de China, tienen tanto causas como implicaciones cruciales para la comprensión del escenario al que se enfrenta Colombia en la era de la información y la comunicación digital.
Para entender lo anterior, la investigación de la que hace parte este artículo utilizó una serie de métodos cualitativos que permitieron localizar e identificar los factores que intervienen en la disposición de la situación actual y prever la tendencia global en términos económicos y, sobre todo, político-filosóficos. Así, la búsqueda, organización y análisis de documentos académicos (autores, áreas de estudio y categorías) y publicaciones periodísticas, a través de una aproximación hermenéutica, histórico-crítica e interpretativa (rastreo de procesos, contextos y cambios sociales, análisis de medios, y análisis del discurso), permitió llevar a cabo una lectura amplia y elaborar una interpretación rigurosa de la coyuntura política de una parte esencial de la sociedad global. La labor investigativa arrojó una contextualización pormenorizada de la situación de Colombia en la encrucijada epocal, de alcance civilizatorio, en la que se encuentra la humanidad.
Para empezar, es importante resaltar que Colombia parece encontrarse, como en otras épocas de su historia, en un impasse político/filosófico que puede resolverse de dos maneras: una es la forma tradicional, esto es, reforzando las –profundamente desiguales– estructuras y dinámicas de poder vigentes a través de la absorción del descontento y su desarticulación del bloque hegemónico. Y la otra, instituir un nuevo sentido común generalizado que funcione a manera de caldo de cultivo para las transformaciones sociales, que un país ubicado en el núcleo de uno de los polos geopolíticos protagonistas del futuro debe emprender, si quiere alejarse de la amenaza constante del colapso social.
Sin embargo, aunque la tendencia filosófica del llamado “fin de la historia” está prácticamente deslegitimada y en acelerada decadencia, su contraparte socialista debe lidiar con las profundas transformaciones que el capitalismo avanzado y el desarrollo de la tecnología digital han introducido en el campo de la producción y la cultura; ello, hace urgente desentrañar las estrategias que las fuerzas políticas (principalmente los movimientos sociales, los partidos doctrinales y las ciencias sociales comprometidas) han utilizado para incentivar el cambio social en Colombia; también, poner sobre la mesa las dificultades teóricas que impiden que los diagnósticos y las estrategias ofrezcan: primero, cuenta exitosa de los procesos sociopolíticos que caracterizan el cambio de siglo en nuestro país y, segundo, resultados políticos palpables que favorezcan la transformación de la sociedad colombiana en una próspera y pacífica nación.
Para abordar esta tarea es indispensable adoptar una perspectiva internacional y utilizar estructuras teóricas contemporáneas, de tal forma que se tengan en cuenta la interacción mundial de procesos políticos y las elaboraciones académicas que dan cuenta de las dificultades explicativas antes nombradas. Según, la situación geopolítica de Colombia en el naciente orden mundial multipolar, el interés de estas reflexiones está en las cuestiones de las identidades colectivas, la construcción siempre incompleta de la nación1, en este caso colombiana, y el papel del llamado Tercer Mundo en la economía y la política planetarias. Estos son problemas de rabiosa actualidad que, además, han llegado para quedarse. Las conclusiones que de este artículo de Reflexión extraigan pueden proporcionar referencias teóricas muy valiosas para los análisis sobre lo político, ya no sólo de nuestro país, sino probablemente de muchos de aquellos situados en la periferia capitalista.
Metodología
Investigación de corte cualitativo y documental para la que se aplicaron métodos como el explicativo, el histórico-crítico y el interpretativo. Esto implicó el rastreo histórico de procesos, análisis de coyuntura, contexto y cambio social, arqueología contemporánea de prácticas políticas colombianas y globales, y observación e interpretación del discurso nacional e internacional.
Con base en lo anterior, se procedió a la búsqueda, organización y análisis de documentos académicos e investigativos sobre el campo de estudio y consulta de fuentes secundarias. Luego, se identificación de autores, áreas de estudio, categorías, publicaciones y tendencias acerca del problema de investigación.
Resultados
El impasse de la filosofía del capitalismo
En la que parece será la última obra de Henry Kissinger (2016) en vida –el diplomático y lobbista estadounidense, miembro del poderoso club Bilderberg y máximo responsable de la política exterior americana durante la época de la Escuela de Las Américas, los manuales de tortura y la Operación Cóndor– publicada en 2014 como World Order, expone una minuciosa descripción del curso de la historia geopolítica, especialmente desde el siglo XVI hasta nuestros días. Una obra con los suficientes atributos como para convertirse en el manifiesto geopolítico contemporáneo del liberalismo, hasta ahora triunfante y que apenas empieza a concebir su ocaso.
Este concienzudo análisis del orden mundial vigente, que apela a las transformaciones filosóficas y estratégicas de las principales potencias globales en los últimos cuatro siglos, revela a su vez lo que ya se advierte en la contraportada del libro en mención: el autor despliega un auténtico cri de cœur2, una apasionada soflama que pretende, a veces con extrema ternura, justificar la hegemonía estadounidense evidente en todos los planos de la vida social. No sin un innegable talento y con una exploración erudita, el influyente politólogo genera una lectura mundial acorde con el imaginario usual que los dispositivos estadounidenses de convencimiento han construido y cuyo máximo exponente es el cine.
Nosotros/ellos.
La tesis principal de Kissinger (2016) sitúa el origen de la idea de “orden mundial” en la Paz de Westfalia. Según él, lo que hizo posible un orden político-militar supraestatal fue convertir, en palabras de Wilson (citado por Kissinger, 2016), “los medios prácticos de poner fin a una guerra particular en conceptos generales de orden mundial” (p. 37), refiriéndose a las nociones que de estos acuerdos de paz surgieron, especialmente a la de soberanía estatal. El advenimiento de los nacionalismos y las aspiraciones imperiales (o al menos expansionistas) de unos y otros –en el orden europeo– conformarían pesos y contrapesos que finalmente llevarían racionalmente al equilibrio entre poder y legitimidad, consagrado en el Congreso de Viena. Más adelante, principios como la autodeterminación o la universalidad de la democracia (siempre liberal) serían, a criterio del autor, el auto-desenvolvimiento de esta misma racionalidad.
Sin embargo, este autor alemán deja pistas sobre las debilidades de un dogma evolucionista que propone una sociedad cada vez más inteligente, que progresa indefectiblemente hacia la libertad. En primera instancia, los órdenes internacionales más estables, dice Kissinger (2016), han tenido la ventaja de contar con “percepciones” uniformes. A pesar de ello, y así lo declara a continuación, los estadistas del siglo XVIII “representaban a una sociedad elitista” que “[tenía] aventuras románticas en las capitales de sus pares”. Aunque sus intereses nacionales variasen, explica el autor, existía, aun así, “la sensación de un propósito común” que permitía que, por ejemplo, funcionarios y altos cargos trabajaran para cortes e intereses extranjeros” (Kissinger, 2016, p. 48), algo cuando menos llamativo en la era de los Estados-Nación. El orden en consolidación para aquella época reposaba en la conformación de un nosotros de naturaleza clasista. Un nosotros que es ya una construcción aristócrata de hegemonía política.
En segundo lugar, la recalcitrante univocidad filosófica que afea al islam, la Revolución Francesa o el comunismo, resulta muy similar a la unipolaridad que el liberalismo pretende: Kissinger (2016) critica lo que él caracteriza como típico de estos tres movimientos, esto es, la “imposibilidad de una coexistencia permanente entre países de distintas [...] concepciones políticas de la verdad” (p. 54). Según él, lo que distingue la visión occidental-liberal –cuyo más avanzado exponente es Estados Unidos– de las otras aproximaciones, menos nobles, es que su concepto de orden mundial “[asegura] la paz a través de la democracia, la diplomacia transparente y la elaboración de reglas y principios compartidos” (p. 272). Esto soslaya, empero, el hecho de que su propia obsesión por la noción de un consenso racional-liberal es potencialmente autoritaria: toda conclusión o resolución político-estratégica que diverja de la postura estadounidense se convierte automáticamente en irracional y, por tanto, perjudicial para una sociedad avanzada3.
Tal lógica representa la imposibilidad de esa coexistencia de distintas concepciones de la verdad política que achaca a los otros. Desconocer la contingencia de las estructuras y presupuestos hegemónicos implica desconocer la naturaleza adversarial de lo político (Errejón y Mouffe, 2015). Negar la temporalidad y precariedad de los órdenes políticos facilita la aparición de los totalitarismos. Pero claro, para el autor la preponderancia americana es un hecho naturalmente esperable, no una cuestión de imposición unilateral.
El cine yankee.
Hollywood, la casa del cine estadounidense, cima y vanguardia del séptimo arte, especialmente en lo que respecta a su calidad técnica y su poderosa capacidad de producción y difusión, es una industria, cuya razón de ser es la generación de productos de entretenimiento. Sin embargo, como toda práctica artística, refleja, modifica y crea sensaciones e imaginarios. En Estados Unidos, los incentivos fiscales o las subvenciones públicas para la creación cinematográfica, cuando no la censura y la represión sobre la creatividad, han moldeado las líneas rojas ideológicas y construido el sentido común del gran público, ya no nacional sino en gran medida global. En este sentido, resulta crucial desactivar esa relativa tendencia a evitar la incorporación del poder blando estadounidense a los análisis actuales en clave geopolítica.
Desde 1, 2, 3 de Billy Wilder o El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford, pasando por Apocalypse Now de Francis Ford Coppola, First Blood (Rambo) de Ted Kotcheff, o Skyfall de Sam Mendes, hasta series de televisión como El Equipo A de Universal Television o Breaking Bad de Sony Pictures Television, las ficciones americanas atesoran unos valores implícitos y latentes que se articulan de tal manera con los requerimientos y las características de la sociedad de mercado, que se hacen hegemónicos con sorprendente efectividad.
Bien sea la democracia (de propietarios), el pensamiento positivo, la predisposición al éxito del emprendedor nato, o bien la mitología del héroe solitario hecho a sí mismo, reminiscencia del héroe romántico (Moruno, 2014) –que lucha ora contra los soviéticos (del lado de los futuros Talibán en Afganistán o de los fascistas en Chile), ora contra los musulmanes en épocas más recientes cuando el antiguo aliado se torna enemigo, en favor de la “justicia” y la “libertad”–, la identificación del ciudadano común con la fantasía de la meritocracia, la lógica del ser-empresario de sí mismo y de la justicia personal al margen del Estado, genera consensos semióticos alrededor de ideas como democracia, compromiso, progreso, liderazgo, poder o violencia.
Ronald Reagan, el viejo cowboy, actor de Hollywood, colaborador voluntario de la persecución anticomunista de McCarthy en la industria del cine americano y que luego sería presidente de los Estados Unidos; su contraparte británica, Margaret Thatcher, la exitosa hija de un sencillo tendero que llegó a negar la existencia de la sociedad, o Donald Trump, el multimillonario voluntarista que preside actualmente la nación del águila calva, son el ejemplo de la correlación entre la industria de la imagen, los discursos populares y el ejercicio del poder en el control hegemónico del campo de la cultura. Decía la Dama de Hierro que no es la existencia de clases lo que supone una amenaza, sino la existencia del sentimiento de clase (Rigali, 2015).
Sin embargo, la industria del cine se ha diversificado de tal manera en las últimas décadas que, incluso, el cine mainstream mundial ha terminado por recoger los sentidos comunes y las perspectivas filosóficas de directores y directoras periféricas. El cine mexicano, chino, indio o magrebí ha hecho un hueco en la producción cultural global, en buena parte, gracias a la difusión e interconectividad que ofrece internet y los avances tecnológicos en los campos de la filmación y edición de material audiovisual de alta calidad. Las plataformas de streaming, por su parte, han potenciado las producciones locales allí donde ofrecen sus servicios. En definitiva, la relativa uniformidad de la cultura audiovisual del siglo XX, estrechamente ligada, como decíamos, al liberalismo norteamericano, está siendo erosionada por la pluralidad de creadores y la diversidad de sensibilidades estéticas e ideológicas de una sociedad globalizada.
El cul-de-sac4 de la economía capitalista
El pensamiento liberal, filosofía del capitalismo, se encuentra en una situación bastante compleja. Durante los últimos doscientos años ha resultado relativamente fácil hegemonizar el sentido común de los seres humanos, en la medida en que los avances tecnológicos generados por el sistema económico han otorgado a la especie un acicate para el incremento de su bienestar. La escarpada hiancia5 entre el capital y el trabajo (entre la minoría capitalista y las mayorías trabajadoras) ha sido salvada a través del desplazamiento histórico de las crisis y las contradicciones capitalistas en sentido centro-periferia. Sin embargo, la situación actual de insostenibilidad estructural del modelo acumulativo de la economía política, sumada al altísimo –y creciente– costo social de la prevalencia de éste, plantea la necesidad de una reformulación global de las prioridades humanas y de las estrategias adecuadas para garantizar la reproducción social y la sostenibilidad ecosistémica.
James Martín Cypher (2012), profesor emérito de la Universidad Estatal de California en Fresno y Doctor en Economía, hace un recorrido (en un castellano, hay que reconocer, precario) por lo que plantea como las tres etapas de la economía del sueño americano. Para ello, utiliza la aproximación gramsciana de las dos dimensiones de la hegemonía: el consentimiento y la coerción. Según Cypher (2012) el poder militar, la segunda parte de la ecuación gramsciana de la hegemonía, ha sido sobresaliente en los intentos de la élite americana por mantener el poder.
Es importante en esta fórmula de consentimiento-coerción el hecho de que la industria militar ha significado siempre la existencia de puestos de trabajo bien pagados, por un lado, y la generación de tasas de ganancia inmejorables, por el otro. Sin embargo, la salud de dicha hegemonía se ha ido viendo afectada por la menguante solidez del apoyo social al sector. La desindustrialización creciente y la crisis hicieron que entre 2007 y 2010 el 55% de la fuerza de trabajo perdiera su empleo, parte de su salario o parte de las horas trabajadas. Además, el derrame tecnológico de la industria militar ha puesto al sueño americano, basado en una economía de guerra permanente, a temblar6.
Además, la clase obrera americana no es, dice Cypher (2012), una clase por sí y para sí. Es decir, la conciencia de pertenecer a una clase intrínsecamente opuesta al capital no se ha desarrollado y en EEUU es posible que las mayorías sociales apoyen la abolición, por ejemplo, del impuesto de sucesiones (herencias), que finalmente se eliminó en 2010 y que para entonces sólo afectaba al 0,24% de la población, aquella que acumulaba riquezas superiores a los 3.5 millones USD de la época (Cypher, 2012, p. 320). La fantasía de una riqueza potencial, imaginaria, que puede llegar si el ciudadano común hace fortuna en el mercado libre, ha hecho pensar al norteamericano corriente que sería injusto que sus herederos tengan que pagar por acceder a los bienes que él deje, si eventualmente se hace rico.
Durante los años del New Deal, sin embargo, se había constituido el Congreso de la Organización Industrial y se logró proyectar una visión sindical sobre la sociedad americana: el poder de la clase obrera había sido institucionalizado. Los trabajadores organizados lucharon arduamente por la negociación colectiva, la educación pública, el salario mínimo y el seguro social, entre otros. El sentido común de la época del presidente Truman era el de un acuerdo entre el capital y el trabajo. Así, el valor del mejoramiento de la productividad de los obreros era traspasado directamente a éstos, lo que generó un periodo estable en las relaciones industriales. Incluso el gran capital comprendía que los convenios colectivos y los sindicatos hacían parte de la vida estadounidense y de su democracia. Las tres edades de la economía americana (Cypher, 2012, pp. 322-326) describen el trayecto del orden económico vigente hacia el callejón sin salida que origina nuestra reflexión.
La “edad dorada” de la economía estadounidense (1947-1973) generó el crecimiento del PIB de manera compartida a partes relativamente equitativas entre todas las capas sociales de la población: aumentó dramáticamente la clase media (con un crecimiento anual promedio del 80%) y hubo un ascenso masivo de la escala social como resultado no sólo de la aceptación honesta del trato del capital sino por la lucha organizada de los sindicatos y la de paz social que persigue el Estado.
La llegada de la “edad de plomo” (1973-1994), sin embargo, implicó una desaceleración importante para la economía nacional y un empeoramiento de la calidad de vida y la riqueza de la clase obrera. Lo primero se solucionó a costa del incremento de lo segundo. Por un lado, estaba la competencia de Europa y Japón, ya recuperados de la segunda guerra mundial y que contaban con una composición de capital más avanzada. Por el otro, la capacidad ociosa creciente de la economía norteamericana daba cuenta de una preocupante sobreproducción del capital. A la clase dominante, si quería seguir aumentando la tasa de ganancia en cada ejercicio, no le quedó otra opción que atacar el acuerdo capital-trabajo.
Ante este ataque, con la amenaza de la deslocalización, los sindicatos perdieron rápidamente la habilidad de proteger a sus miembros7. Entre 1972 y 2009 el aumento de la productividad (utilizable) fue de un 55,5%, mientras la compensación real (salarios + préstamos) aumentó sólo un 11% en promedio. Quiere decir ello que todo ese valor que no fue a parar a las manos de los trabajadores, como antes, se transfirió a accionistas y a ejecutivos en forma de salarios multimillonarios y primas. Los capitalistas sustrajeron a los trabajadores, en el lapso de cuatro décadas y media, 2,15 billones USD, más del 15% del PIB del último año (Cypher, 2012, p. 326).
La “edad tripartita” (1994-?), por último, se caracteriza fundamentalmente por la reestructuración de las empresas manufactureras en la lógica de la producción global. Además, las empresas de alta tecnología, especialmente en los campos de la comunicación y la información, se apoyan en el capital de riesgo y la especulación financiera. Así también, las firmas financieras apalancadas usan la liquidez masiva y las innovaciones financieras para apropiarse valor de otros sectores de la economía.
Estos aspectos de la última etapa, la economía tripartita, ponen sobre la mesa un par de contradicciones sobresalientes: si la liberalización, tercerización y deslocalización dinamitaron la estabilidad laboral y la ruptura del pacto capital-trabajo eliminó el salario social (prestación por desempleo, sistema público de sanidad y educación, sistema de pensiones, etc.) ¿Cómo se garantiza la reproducción social? Y ¿Cómo se sustenta la demanda efectiva? La respuesta es que la reproducción social se debilita de manera irreversible y la demanda no se puede sustentar.
Por esta razón, explica el profesor Cypher (2012), la economía se torna un juego de apuestas: casinos y loterías se convierten en el escenario final para los salarios y ahorros que desesperadamente quieren multiplicarse, las iglesias protestantes que promueven el evangelio de la prosperidad hacen de sustento ideológico que evita la psicosis de muchos, las hipotecas basura sofocan la incertidumbre con burbujas inmobiliarias que por desgracia siempre revientan y la bolsa de valores, aun a riesgo de quiebra, prolonga el sueño americano a través de la especulación con las pensiones que ahora son privadas (pp. 334-335).
La crisis en el centro.
Martínez (2017) propone, en un artículo esclarecedor sobre la crisis productiva y monetaria del país norteamericano, que Estados Unidos sortea su desindustrialización –que empieza en los años setenta del siglo pasado: mientras en 1950 el 60% de la producción industrial mundial se ubicaba en EEUU, a finales del siglo XX representaba ya el 25%– mediante el señoreaje del dólar, lo que ha llevado a la bursatilización de la economía. Así, lo que ha evitado una explosiva crisis social es la persistencia en una economía productiva basada en la industria militar. El país experimenta un constante déficit comercial y fiscal que contrasta con la edad de oro del crecimiento capitalista vivido entre 1943 y 1968. A partir de 1970 proliferan la relocalización, la automatización y la tercerización. Después, entre 1970 y 1990, mientras la productividad aumentó un 25%, los salarios reales cayeron un 19%: se había roto el sueño americano.
De esta manera, si bien ha podido sortear, como decíamos, una crisis mayor vía industria militar, el poderío sobre el que se asienta esta bomba de oxígeno, dice Martínez (2017), viene sufriendo estancamientos notables; su dominio está en entredicho: Vietnam, Afganistán, Libia, Ucrania, Siria... asistimos a un repliegue de su proyecto imperial (p. 63).
Ahora bien, el país norteamericano había redirigido su enorme economía productiva hacia la investigación, el desarrollo, la gestión y el control de la producción, la tecnología de la información y los servicios financieros, lo que dejó un saldo de millones de desempleados y una severa disminución en la producción industrial. Al incrementarse la importación de mercancías y entrar en un déficit comercial considerable (con la salvedad de última hora de que ha vuelto a exportar petróleo8 y teniendo en cuenta la guerra económica proteccionista que ocurre mientras se escribe este artículo), la ampliación del crédito viene produciendo a su vez un creciente endeudamiento.
Esta ampliación, junto al desmonte de los impuestos a las grandes rentas y empresas, ha acrecentado dramáticamente el déficit fiscal. Además, la financiación de las aventuras del gran capital ha significado un duro golpe para los contribuyentes: la crisis de las cajas de ahorro a finales de los años ochenta costó aproximadamente 150.000 millones USD y la caída de Long Term Capital Management, una década después, 3.500 más (Martínez, 2017, p. 66). Durante el gobierno de George W. Bush, al igual que en Colombia en 1998 (a través del Fondo de Garantías de Instituciones Financieras y que costó 12,3 billones COP) o la Unión Europea en 2008, se rescataron compañías financieras en quiebra.
Además, Martínez (2017) señala la altísima dependencia de la economía norteamericana de los capitales externos (en la medida en que necesita acudir a estos para mantener su funcionamiento deficitario y consumista): bonos de deuda pública tradicionalmente. Es llamativo el hecho de que estos capitales proceden también, habitualmente, de las economías subdesarrolladas, a través de los dineros que los ricos de estos países defraudan a sus fiscos y que acaban en los paraísos fiscales, en las cuentas de las instituciones acreedoras (Martínez, 2017, p. 68). Pero es la lógica de la deuda pública la que está produciendo los efectos más devastadores sobre la hegemonía económica estadounidense y que, paradójicamente, aplaza la inevitable cesión del predominio a China. Los valores del tesoro norteamericano, dice Rick Wolff (citado por Martínez, 2017, p. 67), están mayoritariamente bajo control chino y japonés (900 y 800 billones USD respectivamente). China perdería muchísimo dinero con una caída precipitada del dólar estadounidense.
A pesar de ello, dice el autor colombiano, el país de los Han se deshizo entre 2007 y 2010 de más del 8% de los bonos que tenía y logró colocar tres bancos estatales en territorio Yankee (Martínez, 2017, p. 67). Rusia, por su parte, tras el golpe de Estado fascista en Ucrania en 2014, decidió liquidar 100.000 millones de bonos. Así, en 2016 la deuda pública estadounidense llegó a los 19 billones de dólares, lo que significa una cantidad superior a su PIB. No es de extrañar que desde 2006 la Reserva Federal mantenga oculta la cifra de dólares que tiene en circulación, que en cualquier caso es mayoritariamente dinero que circula fuera de sus fronteras.
En consecuencia, resulta descabellado pensar que el sistema económico del planeta pueda seguir tolerando indefinidamente a EEUU consumir más de lo que produce. En algún momento tendrá que empezar a saldar la deuda monetaria que tiene con el mundo. Sin un descenso importante del valor del dólar y el reequilibrio de la balanza comercial norteamericana, será imposible.
Ricos más ricos, pobres más pobres.
La desigualdad económica no ha parado de crecer en todo el planeta durante el último medio siglo. Berberoglu (2014) sugiere que el origen de la crisis actual es precisamente la brecha entre trabajadores y capital que ha venido aumentando en las últimas décadas. Prueba de esto es el hecho de que, tras cada recesión (1981-1982, 1991-1992, 2001 [y 2008]), mientras el crecimiento de las ganancias de las corporaciones es cada vez mayor, el de los salarios disminuye o se estanca. Cualquier solución a largo plazo, dice, pasa por la transformación completa del capitalismo global.
En tiempos en que una buena parte de los gobiernos de todo el orbe ya ha gastado miles de millones de dólares en rescatar instituciones comerciales y financieras, nos enfrentamos a una crisis sistémica que es permanente e irreversible. A diferencia de Martínez (2017), Berberoglu (2014) piensa, eso sí, que es una ilusión que el capitalismo pueda ser –o esté siendo– salvado, ya sea por las estrategias neoliberales o por los movimientos de ficha del Partido Comunista de China. Que cualquier intento de rescatar al sistema del colapso total será un ejercicio vano y que –aquí radica su diferencia– nos encontramos en un punto de quiebre en la historia mundial, en el transcurso de una transformación epocal de proporciones sistémicas: nos hallamos claramente frente a un período de gran importancia para el curso del planeta (p. 6).
La situación es alarmante y parece que hasta los teóricos liberales están perdiendo el norte. Incluso, quienes abogaban por la liberalización en todas las esferas de la vida están pidiendo regulación estatal. Cabría preguntarse dónde quedó el legado de Friedman (1962, 1966, 1972, 1992). La contradicción entre la expansión tecnológica, el aumento masivo de la acumulación y las relaciones sociales existentes plantean un ruptura histórica: coexisten la sobreproducción fruto del desequilibrio entre salarios y precios, el desempleo y el subempleo –por la deslocalización y automatización de la producción–, que destruyen la demanda real junto a las hipotecas basura y las tarjetas de crédito y, finalmente, la creciente polarización del ingreso y la riqueza entre el capital y los trabajadores, que incrementa de manera insostenible el número de pobres.
La reemergencia de las rivalidades entre quienes componen el bloque hegemónico global, de nuevo en disputa por el dominio de las regiones periféricas, se agudiza a la vez que Estados Unidos pierde el control de la economía mundial; esto lleva a pensar que, si dentro del club de los ganadores hay multipolaridad, la destrucción del capitalismo terminará necesariamente en una redistribución de la relevancia de las regiones del planeta. De esta manera, la prevalencia de la crisis en los países del núcleo del capitalismo hará que los movimientos de resistencia anti-neoliberal y anticapitalista, que ya pululaban en las periferias, aparezcan en el centro en busca de una solución política a los problemas económicos que no dejan de recrudecerse. El planeta tierra se repolitiza.
La luz tras el umbral
Durante los años ochenta del siglo XX se empezó a especular sobre la transición de la hegemonía: de Estados Unidos a China. Especialmente desde la implementación de las reformas de Deng Xiaoping en el país asiático, se ha proclamado un cambio de timonel del mundo capitalista; según el pensamiento liberal mainstream, un nuevo orden mundial implicaría apenas un sutil y, de alguna manera, inocuo relevo de capitanía: la China capitalista (pues para esta perspectiva filosófica el socialismo es historia tanto en el PCCh como en la idiosincrasia nacional China) arrebatará el primer puesto a los Estados Unidos y se convertirá en la nueva cabeza del sistema mundial. No obstante, las lecciones que deja la propia transformación del gigante asiático apuntan a un futuro distinto del que señalan los análisis tradicionales.
La supervivencia del espíritu organizativo socialista en la estructura política China, junto al convulso día a día de las reivindicaciones y movilizaciones obreras y campesinas en el país, permiten hacer una lectura alternativa: las lecciones que despliega la situación del Partido Comunista más importante de la época no representan la abdicación de cualquier modelo frente al capitalismo; por el contrario, la manera en que tanto los teóricos chinos como los cuadros (socialistas) del Partido han lidiado con el crecimiento del país y su papel en la economía mundial permiten pensar en una alternativa postcapitalista.
Lin (2015) plantea una antítesis al final de la historia: el capitalismo no es ni globalmente irresistible ni el único horizonte imaginable. A pesar de la resistencia que ha ofrecido y la arrogancia que lo ha caracterizado –y cuya principal evidencia es el “neoliberalismo con características chinas” como lo llamó David Harvey (2007)–, el fin del capitalismo es no sólo políticamente deseable, sino que comienza a vislumbrarse (Tauss y Jiménez, 2015). Para comprender la magnitud de las posibilidades que ofrece el caso chino es importante entender su singularidad a través de su proceso histórico, desde la revolución hasta el presente.
La autonomía del país de la Gran Muralla, tanto antes como después de su ingreso en la Organización Mundial del Comercio (OMC), ha sido socavada por el aumento del control foráneo de su economía: accionistas privados y extranjeros han ingresado en el sector estatal. Además, la seguridad económica nacional y la balanza comercial indican una “distorsión estructural china” con exportaciones desmesuradas que hacen que la oferta y el mercado dependan excesivamente del exterior. Esta cuestión contradice su tradicional principio de autosuficiencia, que también se ve amenazado si se tiene en cuenta que el 50% del petróleo necesario para mantener su economía (ya de por sí bastante contaminante) proviene del exterior. Lin (2015) sugiere que el patrón del desarrollo chino, para continuar, debe cambiar y volver a centrarse en la producción y el consumo internos (pp. 90-93).
La transición capitalista china es evidente en diferentes aspectos. La educación, por ejemplo, ha dejado de ser gratuita (esta es quizás una de las mayores pérdidas del socialismo nacional) y a partir del XVI Congreso del Partido Comunista Chino se aceptan empresarios privados en sus filas: el 53% de los multimillonarios es miembro del partido (Lin, 2015, p. 95). Asimismo, la investigación marxista llevada a cabo en las universidades e institutos del país, no ha logrado impedir la enmienda que constitucionaliza la inviolabilidad de la propiedad privada. Para justificar esta concesión al capitalismo se ha inventado la noción eufemística de buke (Lin, 2015, p. 98), que significa el rescate de una lección que se había pasado por alto: según los teóricos, el capitalismo es una etapa del desarrollo que se ha saltado erróneamente, pues resulta necesaria; sus rasgos, indispensables, deben ser adoptados por aquello que llaman un “socialismo primario” (Lin, 2015, p. 98).
Así, para nadie es ya un secreto la naturaleza de esa brecha creciente entre las élites y las mayorías sociales, que da cuenta del abandono de las promesas fundacionales de la República Popular: igualdad, poder y bienestar para el pueblo. Resulta llamativo, empero, el hecho de que esto ha ocurrido, irónicamente, a través del mantenimiento de una de las estructuras políticas que más estabilidad ha proporcionado a la transformación del régimen político: el centralismo democrático.
Explica Lin (2015) que una estructura sistémica previa puede brindar a un orden recientemente establecido el subsidio social que necesita. “La persistencia de lo viejo es lo que sustenta la estabilidad de lo nuevo”: sin ese Estado socialista China no podría sobrevivir a las “conmociones, rupturas y devastaciones” típicas de las transiciones poscomunistas (p. 101). De esta manera, la coexistencia de una política socialista (en términos organizativos) y una economía liberalizada (con las implicaciones culturales que la caracterizan) hace que la actividad política de las mayorías sociales termine adquiriendo un carácter ecléctico que toma de manera creativa elementos del maoísmo, el socialismo y las ideas liberales de justicia legal y ciudadanía.
Por ello, las opciones políticas que se proyectan en el futuro de China no se reducen a la alternativa entre continuar con el gobierno de un partido único y un sistema multicolor. De hecho, el alineamiento entre su Estado y el capital podría perpetuar un “libre” mercado autoritario al mismo tiempo que una “sociedad civil” desigual (Lin, 2015, p. 109). Para esta profesora de la London School of Economics and Political Science (LSE) parece lógica la tarea que debe ejecutar China para conservar su posicionamiento socialista en el mundo y la historia global: es vital que se haga de nuevo con “el Estado y el Partido mediante el restablecimiento de sus elementos originales”. Se tratará, dice, de una guerra de posiciones gramsciana en la que un nuevo bloque contrahegemónico respecto al capital burocrático revertirá “el curso del autoritarismo neoliberal con características chinas” (Lin, 2015, p. 109).
La dimensión popular de la transición.
Por último, es fundamental en esta guerra de posiciones una premisa en forma de doble pregunta: ¿quién es el adversario?, ¿quiénes son los aliados? Parece que –al igual que en la lectura de algunos sectores de la izquierda colombiana– la construcción de la totalidad mítica fundacional que genera la fractura antagónica populista. Es decir, la respuesta a ¿quiénes encarnan los intereses de la nación china? (¿Quién es el pueblo?), se formula a través de una cadena de equivalencias (Laclau, 2016) en forma de frente popular. Esta estrategia vincula diferentes posiciones de sujeto (Laclau y Mouffe, 2004) como “clase trabajadora”, “campesinado”, “pequeña burguesía urbana” o “burguesía nacional”.
Así, cuando la autora se refiere a la discusión alrededor de la noción de clase y el papel de los llamados productores directos (2015, pp. 153-195), señala que, en la búsqueda y la construcción del Pueblo (Errejón y Mouffe, 2015) en la política china los significantes “pueblo” y “lo social” hacen parte crucial del discurso; esto, debido a su historia nacional-clasista de liberación y a que la ciudadanía que se formó a partir de la revolución se cimentó sobre las clases trabajadoras: existe en China una resuelta auto-identidad de “alianza obrero-campesina”. Asimismo, los significantes “campesino” y “campesinado” existen como nociones de clase: agricultores pequeños y grandes, productores de mercancía a pequeña escala, trabajadores rurales sin tierras, arrendatarios u obreros agrícolas, etcétera. Es decir (y esto sirve para pensar la ruptura democrática de la transición colombiana en la segunda década del siglo XXI), se dan las condiciones estructurales en la economía política china para la conformación de un nuevo sujeto histórico rural.
Conclusiones
Países como Ecuador, Bolivia, Grecia, Venezuela, España, Portugal o Uruguay han sufrido, en los últimos 15 años, transformaciones políticas de gran calado alrededor de la articulación nacional-popular. Cuando este espíritu nacional-popular se ha construido en torno a un análisis de clase marxista, los resultados –lejos de la xenofobia y el racismo de Estado– han sido satisfactorios en términos de democratización del sistema político, disminución de la pobreza, la desigualdad y el decrecimiento del conflicto social. Sigue siendo, empero, una incógnita hasta dónde puede llegar esta serie de transformaciones dentro de los márgenes que impone el sistema capitalista. China, en su lógica de alianza multipolar con, entre otros, Brasil, Rusia e India, es, como lo fue la colapsada Unión Soviética en su momento histórico, el laboratorio en el que se ponga a prueba la transición a un mundo sin capitalismo.
Así, finalmente, se plantean en la actualidad dos respuestas estratégicas a los problemas tanto urbanos como rurales en la excepcional situación política y económica del actual sistema chino. Dos alternativas que, si bien difieren notablemente en las prioridades, pueden constituir una vía exitosa si se pone en marcha un enfoque integral. Por un lado, la respuesta cortoplacista de la urbanización, la modernización y la descolectivización/desestatización. Por el otro, una más a largo plazo que supone aunar 民生 (minsheng: livelihood) y el fin de la violencia de la estandarización. Sea cual sea el camino que tome el país asiático, como propone Lin (2015), China y su posicionamiento de clase tan singular puede tener implicaciones de importancia universal.
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Este artículo de Reflexión hace parte del capítulo “Diálogo geopolítico en el umbral de nuestro tiempo” de la investigación titulada Colombia en el umbral de nuestro tiempo. Política y cultura en la era populista, entre agosto del 2015 y noviembre del 2018, enmarcada en la línea de teoría y cultura política de la Maestría en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.
Magíster Estudios Políticos. Sociólogo. Colaborador Honorífico, Universidad Complutense de Madrid. Adjunct Lecturer, Universidad de Caldas, Manizales, Colombia. Correo: mateovillamilvalencia@gmail.com
1 La obra de Benedict Anderson Comunidades imaginadas, extenso análisis histórico del nacionalismo publicado originalmente en 1983, representa un punto de partida interesante para comprender la dimensión no racional de la construcción social de la nación.
2 Expresión francesa semejante a la castellana “golpe de pecho”.
3 Al respecto resulta relevante la discusión que André G. Frank (2009) le plantea a la teoría social occidental acerca del etnocentrismo que caracteriza, ya no sólo al campo de la ética política, sino también a los presupuestos sobre una superioridad objetiva (detectada también en el trabajo de Marx) emanada de la sucesión ascendente de sistemas económico-financieros y cuya cúspide se situaría en el orden europeo que arranca alrededor del 1500. En esta obra, el autor pone en entredicho la división oriente-occidente de la cosmovisión académica, tanto mainstream como crítica.
4 Expresión francesa que traduce “el culo de la bolsa”, equivalente al “fondo del vaso” o “callejón sin salida” en castellano.
5 La expresión hiancia (béance en francés) proviene de la obra de Jacques Lacan (1973) y ha sido privilegiada en detrimento de vocablos como brecha, dislocación o vacío en tanto el concepto del autor parisino permite, con mayor precisión, hacer referencia a la naturaleza consustancial de dicha vacuidad en la relación capital-trabajo. Es decir, entre los dos factores de producción se precipita un vacío que es al mismo tiempo una ranura inconsciente o invisible, a través de la cual se cuelan las contradicciones irreductibles de las relaciones de producción hegemónicas y cuya catarsis implicaría un doble debate que escapa a este trabajo: encontrar una causa del orden capitalista remite a la cuestión de la ética política y a la viabilidad del cálculo económico socialista.
6 Las innovaciones militares hechas públicas por Rusia en marzo de 2018, son un ejemplo.
7 Pero no todo tiene que ver con la torpeza o la lentitud estratégicas de la clase trabajadora. En un artículo de 2014, Werner Rügemer describe cómo la clase capitalista transnacional contemporánea está enfocada en auto-organizarse. Para ello, hace un recorrido por las principales prácticas antisindicales que se desarrollaron en los Estados Unidos desde los últimos años del siglo XIX, que incluyen desde la proliferación de la lógica de las empresas de trabajo temporal hasta prácticas paramilitares anti-sindicatos, pasando por la creación de organizaciones patronales, la colocación de ejércitos de trabajadores esquiroles y la infiltración de saboteadores en los sindicatos.